Me he acordado, de repente, de aquellos cromos con brillantina con los que jugábamos de pequeñas. Guardábamos aquellos trocitos de papel troquelado en cajitas y los sacábamos en los recreos. Cada una ponía su cromo en el suelo o sobre una superficie lisa y les dábamos un golpe con la mano ahuecada, con la intención de ponerlos boca arriba. Los cromos a los que conseguíamos dar la vuelta eran nuestro trofeo, el que guardábamos con celo en nuestra cajita de latón.
Ganar o perder, acertar o equivocarse, levantarse o volver a caer… Nuestras posibilidades de controlar lo que nos pase en la vida son similares a la capacidad que teníamos de controlar el vuelo de un pequeño papel cuando jugábamos de niñas. Podíamos controlar la apuesta que estábamos dispuestas a hacer (si poníamos en juego los de brillantina, los más valiosos, o no); podíamos controlar la manera de ahuecar la mano (recuerdo que algunas parecían tener una ventosa en la palma); podíamos intentar medir la fuerza (ni demasiado fuerte, ni demasiado suave). Podíamos controlar todo eso, pero nunca podíamos saber a ciencia cierta cuál iba a ser el comportamiento de aquellos trozos de papel, si iban a despegarse del suelo o no.
En la vida tampoco podemos controlar lo que nos vaya a pasar y a veces perdemos demasiado tiempo en intentar moldear una arcilla que no podemos tocar. Olvidamos que lo único que está en nuestra mano es dar el mejor golpe, con la mayor habilidad, el mayor entrenamiento y la mejor intención posible, no perder nunca la fe y esperar. Esperar al resultado de nuestro esfuerzo.
Supongo que es así como se sienten hoy los partidos políticos que se presentan mañana a las elecciones. Han intentado los mejores golpes de efecto para convencernos, pero hoy ya solo les queda esperar a que la ciudadanía hable y decida. Les toca esperar, en silencio y con respeto, porque ahora es la gente quien debe decidir si despega sus papeletas del suelo o no.