De forma progresiva, sin culpables ni responsables, se han generado desequilibrios sociales que requieren atención. Se improvisan soluciones mientras subsisten las raíces; la falta de interés político y económico aplaza decisiones y abandona a su suerte a los que sufren las consecuencias (“tierra de nadie”). Voy a referirme a tres importantes desequilibrios, comunes en sociedades avanzadas, cuya forma de afrontarlos va a condicionar el futuro del País.
Desequilibrio entre las etapas vitales
La reducción de la natalidad, la prolongación del período formativo y el crecimiento de la etapa de jubilación, trastocan el equilibrio económico existente. Una población laboral, que pasa de representar el 65% del total en el año 1960 al actual cercano al 50%, soporta el creciente peso de las clases pasivas. Nos encontramos en un “apuntalado” e inestable equilibrio económico. A la vez se desaprovechan el enorme potencial existente en la juventud y la capacidad-experiencia de la jubilación, por la rigidez de anquilosadas estructuras organizativas que generan “compartimentos estancos”. La solución requiere que sean todas las etapas vitales las que participen en la generación de valor, en la formación y en el ocio reparador, cada una según sus peculiaridades, pero compartiendo sentido comunitario y proyección estratégica. Para equilibrar el sistema se necesita de una “reingeniería social” que se fundamente en la cooperación promotora de las distintas etapas, más que en el recorte de derechos adquiridos.
Desequilibrio poblacional
Asistimos impasibles a una radical reducción de la natalidad. Los nacimientos actuales representan un tercio de los que se daban en 1980 y esta carencia viene a suplirse con una oleada migratoria que permite mantener los niveles de población. Nos encontramos en los albores de un nuevo concepto de País y debemos empezar por dar la bienvenida a la población inmigrante aceptándola con los mismos derechos y obligaciones. Facilitar la regularización legal, ofrecer oportunidades en educación, propiciar la inserción laboral y prestar las atenciones sociales, son las mínimas condiciones requeridas.
Las medidas anteriores, sin embargo, no son suficientes. Personas de diferentes procedencias, religiones, culturas e identidades acceden a una comunidad que requiere un mínimo nivel de convergencia. Si queremos suscitar sentimientos compartidos de comunidad tendremos que empezar por reconocer las culturas de origen, fomentar su cultivo y respetar sus identidades, paso necesario para crear sentimientos convergentes. El proceso integrador consiste en que desde la diversidad de “identidades de origen” se pueda generar, ante las necesidades, una “identidad comunitaria de destino” (sin guetos).
Hay otra manera de encauzar la inmigración: la gestión de flujos migratorios mediante acciones concertadas con regiones y comunidades con las que se mantienen vínculos. La implantación económica exterior, las relaciones de ONG para el desarrollo regional, la presencia de la diáspora vasca en el exterior... ofrecen “cabezas de puente” para establecer vínculos de cooperación entre regiones. Son flujos migratorios de doble dirección integrados en el marco de acuerdos: económicos, educativos, culturales, sociales (cooperación entre comunidades). La migración forma parte de la cooperación, sin desarraigo y con voluntad de retorno.
Referencias éticas
Por último, me voy a referir al necesario rearme ético que necesita la sociedad. Se dice que “la sociedad será según sean las personas” y es cierto, pero también que la existencia de referentes éticos en la sociedad condiciona las actitudes ciudadanas. En pocas décadas se ha pasado de tener referencias religiosas (teocentrismo) al fervor comunitario (postrimerías de la dictadura) y de la fragmentación partidaria a la actual situación de desencanto político (carencia de referencias). El vacío referencial actual ha derivado hacia posiciones individualista-hedonistas desde las que es difícil conformar comunidad. La sociedad necesita establecer un suelo ético, que sustentado en la centralidad de la persona (antropocentrismo), el valor del trabajo creativo y la solidaridad comunitaria, constituya una ética comunitaria. A partir de este mínimo compartido, cada persona construye su propia escala de valores y define el sentido trascendente de su vida.
Para resolver estos y otros desequilibrios se necesita: liderazgos sólidos, proyección dinámica del País, redes de cooperación y voluntad social de progreso.
Autor del libro ‘Horizontes de Esperanza. Una visión comunitaria para la sociedad vasca’