Esto del otoño tiene pintas de ser una invención de los grandes almacenes para ir acostumbrando el gasto familiar a los niveles que se requerirán en la Navidad, que ya está a la vuelta de la esquina. Lo escribo así tras comprobar el nivel decreciente de la cuenta corriente que tengo a medias con mi banco –yo aporto las deudas y la sucursal se lleva los intereses–. Desde que concluyó agosto no ha habido semana sin obligaciones económicas –inicio del curso escolar, pago de seguros e impuestos, fiestas de Halloween, crisis inflacionaria según semanas y productos, que se rotan estratégicamente para que todos contribuyan al roto en la compra semanal, el inicio del frío y el consiguiente encendido de la calefacción...–. A todo ello hay que sumar lo de tapar los huecos dejados por el cambio de armario y el pago de las actividades que uno se autoimpone por aquello de las servidumbres sociales. En fin, que esto amenaza ruina. De aquí a la compra de los turrones queda un teleberri y hasta entonces, se impone la adopción de medidas de urgencia para evitar la suspensión de pagos. En mi caso, nada de cucuruchos de castañas ni visitas extras al mercado para adquirir viandas más allá de los productos de primera necesidad. Qué cruz.