Por fin corría un poco de brisa, y como en esa elevada plaza del corazón de Bellagio el sol ya se había ocultado tras los vetustos edificios de piedra y colores pastel, el acalorado padre de familia empezó a sentirse mejor. Atrás quedaban los atascos en inmensas rotondas, las gotas de sudor bajando por la columna vertebral y a veces hasta el culo, las quejas, totalmente justificadas, de los niños. La familia había encontrado terraza libre en un viejo comercio, mezcla de bar, heladería y ultramarinos, regentado por dos señores de avanzada edad que sin duda se habían encargado personalmente de decorar las paredes de su negocio con bufandas futboleras y fotos de Mohamed Alí y otras estrellas del boxeo desconocidas para nuestro protagonista. Por fin, tras varios días de frustrados intentos, había encontrado la típica y tópica postal de la que todo guiri buscar formar parte cuando sale fuera. Se pidió un negroni sblagliato y se dispuso a degustarlo con la esperanza de que una Vespa cruzara veloz la plaza para redondear la felliniana estampa, pero lo que cruzó, silencioso y traicionero, fue un mosquito. Frustrado, metió los dedos índice y corazón de su mano izquierda en el combinado, sacó un hielo y se lo puso sobre el tobillo, maldiciendo.