ace dos meses, parecía bastante impensable que pudiera darse una guerra en Europa con lo que supone de muertes, destrucción, poblaciones arrasadas, miles y miles de personas refugiadas que pueden llegar a cinco millones según Naciones Unidas, bombardeo de escuelas, hospitales u otras infraestructuras, y con la posibilidad de utilización de armas nucleares.
Vemos que el poder adquisitivo de una buena parte de la población se derrumba, suben los costes de la energía (electricidad, gasolina, diésel y butano). Sube la cesta de la compra, se pronostican efectos importantes en la alimentación por las importaciones de piensos, que afectan a la ganadería, y se habla de que la guerra en Ucrania derivada de la invasión militar de Rusia puede originar una crisis mundial de alimentos.
Desde un punto de vista medioambiental, el riesgo nuclear derivado de la utilización de armas nucleares, además de la existencia de 15 reactores nucleares en Ucrania (ocho en funcionamiento), aumentan los problemas de seguridad. También está la central nuclear de Chernóbil, que corre un serio peligro en el caso de que se rompiera la cubierta sellada, y cuyo 36 aniversario del más grave accidente de la historia de la energía nuclear tendrá lugar el próximo 26 de abril.
En relación con el cambio climático, la guerra en Ucrania puede amenazar la transición energética en unos momentos en que se ha hecho público la tercera parte del VI informe del Panel Intergubernamental de Naciones Unidas (IPCC) en el que la comunidad científica dice que “ahora o nunca”, si es que queremos limitar el calentamiento terrestre a 1,5oC para finales del siglo XXI, como establece el acuerdo de París, que cada vez está más lejos de alcanzarlo. El VI Informe de IPCC viene a decir que “no rebasar 1,5oC de calentamiento es matemáticamente posible pero bastante poco probable”.
Los avisos de la comunidad científica han sido constantes en las últimas décadas, comenzando por el Informe del Club de Roma “Los limites del crecimiento”, hace ya cincuenta años. Dicho informe publicado en 1972 y elaborado por diecisiete investigadores del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), dirigidos por la biofísica y científica ambiental Donella Meadows, venía a decir que “si se mantenía el ritmo de incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de recursos naturales de ese momento, la Tierra alcanzaría su límite en los siguientes cien años”, y en 2022, los expertos señalan que estamos cada vez más cerca de dicha realidad.
La guerra de Ucrania ha llevado a una situación parecida a la del petróleo en 1973, y entonces poco se hizo, más allá de que se hablara de que habría que reducir su consumo y de eficiencia y ahorro, pero poco a poco se volvió al consumo desaforado de los combustibles fósiles. También con la pandemia se dijo que deberíamos aprender a valorar toda una serie de cuestiones. Concretamente, y revisando algunas de las cosas que se dijeron en plena pandemia, entresaco las siguientes: “Fortalecer y cuidar la sanidad pública. Tenemos la oportunidad de alejarnos lo más posible de ser una sociedad de servicios (en especial turísticos) y diversificar la economía. Debemos impulsar sectores como las energías renovables, la industria verde, la gestión ecológica de los residuos, la biodiversidad... Debemos mantener una capacidad de producción suficiente, ya que no puede derivarse toda la producción a otros continentes, porque nos deja en una posición de extrema debilidad. Es necesario recuperar a nuestro sector primario y poner en valor el objetivo de la soberanía alimentaria. La lucha contra el cambio climático debe ser una prioridad, y no una víctima de esta crisis. Nadie podrá decir que no estábamos avisados: la comunidad científica es unánime en la exigencia de medidas drásticas para hacer frente a la otra gran emergencia, la climática”.
Pero, ¿qué ha sido de todo ello? Dos años después del primer confinamiento, parece que no ha habido muchos avances.
La desgarradora tragedia de Ucrania nos obliga seriamente a aprender algunas lecciones importantes, entre ellas, a acabar con la guerra como primera cuestión, y ante la situación tan grave de crisis climática, la necesidad de una acción decidida de movilización de la opinión pública mundial, que todavía está lejana, aunque cabe calificar como muy positiva la primera acción de desobediencia civil pacífica coordinada internacionalmente por miembros de la comunidad científica que se ha convocado del 4 al 9 de abril. Como decía Fernando Valladares, profesor de Investigación en el Departamento de Biogeografía y Cambio Global, Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC), en un artículo publicado en la revista The Conversation, “en pleno siglo XXI, los científicos y científicas del clima, poco duchos en activismo y revolución, se encomiendan de la mano de movimientos modernos a la rebelión contra una sociedad que no acaba de ver la ruta de autodestrucción en la que se afana día a día.
La rebelión de la comunidad científica se apoya en una cruda realidad: la ciencia del cambio climático no es escuchada. Ha dado lugar a reportajes y películas asombrosas, provocadoras e incluso taquilleras. Pero no nos engañemos. Quienes investigamos las causas y las consecuencias del cambio climático y las medidas que hay a nuestro alcance para atajarlo no hemos sido escuchados. O si alguien nos ha escuchado, desde luego no ha servido para mucho.
Seguimos incrementando (y no reduciendo) la emisión de gases de efecto invernadero. Apenas la covid-19 supuso una relativa y muy breve desaceleración en estas emisiones”.
Pero, además, es necesario reconocer que el crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos, como ha dicho el secretario de Naciones Unidas, Antonio Guterres, es una senda suicida para la humanidad. En este sentido, es imprescindible y urgente, un cambio del modelo económico-social de producción y consumo, ya que el actual nos conduce a un escenario sin salida. El sistema económico y social en el que vivimos, basado en el crecimiento y en el consumismo, y la crisis ecológica-climática, tiene ganadores, sectores que se benefician, una minoría que acumula riquezas, y el resto de la sociedad, con sectores cada vez más empobrecidos y precarizados, los perdedores, los que pagan la cuenta.
El cambio hacia otro modelo ha de ser global, pero también a escala local, que, aunque sea insuficiente en sí misma, resulta imprescindible porque es donde desde lo local se pueden adoptar alternativas que penetren en el tejido social. Un cambio que deberá ser también cultural, de conciencia, de conversión a otros valores (equidad, solidaridad, cooperación...), y a otros hábitos de trabajo, de consumo, de movilidad, de ocio... Un cambio que ha de ser personal y colectivo. * Experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente