ivimos en un mundo en el que abundan los datos y, sin embargo, carecemos de información básica sobre la desigualdad. A pesar de que los gobiernos de todo el mundo publican las cifras sobre el crecimiento económico todos los años, no detallan cómo se distribuye el crecimiento entre la población.”
Con esta frase comienza el informe del Laboratorio de Desigualdad Mundial de la Escuela de Economía de París y de la Universidad de Berkeley, California, y que reúne a más de 100 científicos sociales comprometidos con ayudar a comprender los factores que impulsan la desigualdad en todo el mundo.
En dicho informe se recoge que si hablamos de rentas “el 10% más rico de la población mundial recibe actualmente el 52% del ingreso mundial, mientras que la mitad más pobre de la población gana el 8,5%”.
En términos de riqueza acumulada, las desigualdades mundiales son incluso más pronunciadas. “La mitad más pobre de la población mundial apenas posee el 2% del total de la riqueza. En contraste, el 10% más rico de la población mundial posee el 76% de toda la riqueza”.
La brecha de la desigualdad en el mundo y también en España se ha abierto en los dos parámetros, en lo que ganamos cada año y en lo que acumulamos en muchos años. La clase rica se separa cada vez más de las clases medias y pobres.
La desigualdad varía significativamente entre la región más igualitaria (Europa) y la más desigual (Oriente Medio y África del Norte). Incluso los países de ingresos medios más altos, algunos son muy desiguales como EEUU, mientras que otros son relativamente iguales como Suecia. Lo mismo ocurre entre los países de ingresos bajos. Según el Banco Mundial, el nivel de desigualdad es una dimensión importante de bienestar con consecuencias directas para la capacidad de un país de reducir su pobreza.
Por ello, la desigualdad no es algo inevitable, sino que responde a una opción política.
Desde 1980 han coexistido dos líneas políticas económicas diferenciadas: gobiernos liberales como los de Reagan y Thatcher que defendían la no intervención del Estado, la reducción de los impuestos para aumentar la actividad y, así, incrementar la recaudación. Y un segundo grupo que defiende que los ricos paguen más para que la sociedad esté equilibrada.
La realidad es que bajar impuestos a los más ricos produjo una bajada de recaudación, no un incremento. El Estado ingresa menos.
Pero el aumento no ha sido uniforme. Países como EEUU, Rusia e India han experimentado incrementos espectaculares de la desigualdad mientras que en Europa y China han sido menores. Igualmente se ha producido un aumento de la riqueza privada frente a una disminución de la riqueza pública. En EEUU, Francia, Japón, Reino Unido, Alemania y España en estos últimos 3 años el patrimonio privado se ha incrementado mientras que el patrimonio público ha disminuido. Durante los últimos 40 años, los países se han vuelto más ricos, pero sus gobiernos se han vuelto significativamente más pobres.
España tiene unos niveles de desigualdad de similares a Europa, pero está por encima de la media europea cuando se analiza tanto los niveles de desigualdad de la renta después de impuestos y transferencias sociales como cuando se analiza el porcentaje de población que está en riesgo de pobreza. Y esto refleja la limitada capacidad redistributiva de su sistema fiscal y estado de bienestar.
En 2020 el 50% de la población española más pobre ingresaba de media unos 13 mil euros. El 1% concentraba más del 12% de la renta total ingresando de media 380 mil euros al año y acumula casi el 24% de la riqueza del país, 3 puntos más que en el 2013.
Habíamos pensado que la pandemia nos iba a hacer más solidarios y una sociedad más conjuntada y cohesionada.
Pero la realidad lo desmiente. Atrás quedaron los aplausos desde los balcones dirigidos a los sanitarios, las canciones para dar ánimo al vecino. Ahora prima en un sector de la población la reivindicación del derecho individual y del ejercicio de la libertad. Derecho a no utilizar mascarilla, al botellón, a la libre reunión...
Igualmente, el coronavirus no ha truncado la tendencia hacia una mayor desigualdad. Más bien al contrario: ha acelerado ese proceso. El Papa Francisco también se ha hecho eco del tema: “la pandemia ha puesto en evidencia la desigualdad que reina en el mundo que ha hecho crecer en muchas personas la incertidumbre, la angustia y la falta de esperanza”.
Sin embargo, en los países ricos, la intervención del gobierno ha evitado un aumento masivo de la pobreza, no así en los países pobres. Esto muestra la importancia de los estados sociales en la lucha contra la pobreza, explica Lucas Chancel, autor principal del informe.
Por otro lado, las desigualdades mundiales de ingresos y riqueza están estrechamente relacionadas con las desigualdades ecológicas y cambio climático: el 10% superior de los emisores es responsable de cerca del 50% de todas las emisiones, mientras que el 50% inferior produce el 12% del total.
Uno de los principales obstáculos para el desarrollo social es la desigualdad. No sólo tiene que ver con la brecha económica, sino también con la atención a necesidades básicas o derechos humanos. En condiciones normales todas las carencias van en pack y las sufren las mismas personas. Es un círculo del que es difícil escapar. La pobreza es en general hereditaria.
Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿es justo que existan estas desigualdades? Existe la pobreza porque existe la riqueza. No es sólo un problema de acumulación sino de injusta redistribución.
Como dice el Papa Francisco en su encíclica Evangelii Gaudium, “El derecho a la propiedad privada y el destino de los bienes se equilibra con la solidaridad y los impuestos equitativos. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común”.
En Euskadi, en 1989 tras el declive industrial, el consejero de Trabajo del Gobierno Vasco, José Ignacio Arrieta, puso en marcha el Plan Integral de Lucha Contra la Pobreza, las Ayudas de Emergencia Social y el Ingreso Mínimo de Inserción, ahora denominada Renta de Garantía de Ingresos, y con un presupuesto actual de 370 millones de euros, es una prestación económica que tiene como objetivo el atender las necesidades básicas de familias sin recursos suficientes. Fueron y son instrumentos importantes para mantener la cohesión social en Euskadi.
Organizaciones privadas y sin ánimo de lucro, como Cáritas y el Banco de Alimentos, ayudan en este mismo ámbito. El Banco de Alimentos, por ejemplo, atiende mensualmente a más de 24 mil familias y 4 mil colectivos desfavorecidos.
Pero, tanto la RGI como la labor que realizan estas organizaciones no deben volverse crónicas en el tiempo para las mismas familias, sino que son instrumentos válidos hasta que éstas pueden reincorporarse al mundo laboral. Es decir, si los sueldos son muy bajos no se producirá ese tránsito necesario de perceptor de ayudas a trabajador asalariado. Es más, si el crecimiento económico y de los beneficios de las empresas no se reparten de manera equilibrada entre capital y trabajadores, tendremos familias que, aunque trabajen, sus miembros necesitarán recibir las ayudas para vivir dignamente.
Por ello las políticas sociales deben acompañarse de políticas laborales y económicas que fomenten esa distribución equitativa de la riqueza. No es una labor única de los gobiernos. Además, es necesario recuperar una conciencia y comportamiento individual que busque primar el colectivo sobre el individuo.
Pero no corren buenos vientos para este modelo, sino todo lo contrario. Quizás todos pensamos que vamos a estar siempre formando parte del grupo de ricos.
Espero no dar la razón al escritor Noel Clarasó cuando dijo que “el dinero en el mundo estará siempre mal repartido porque nadie piensa en la manera de distribuirlo sino en la manera de quedárselo”. * Economista