ntes de saber del Olentzero nos decían que el 24 llegaba el Niño Jesús y si nos habíamos portado bien, nos traía regalos. Celebrábamos la Navidad, no las Fiestas. De ahí que ruego me permitan la sugerencia de un buen regalo navideño. Se trata de 366 días de Combate por Euzkadi. Juan Beistegi. Comandante del Batallón Loyola. Por cierto, Euzkadi, con z. En el BEC se aprobó una enmienda de la Organización de Abendaño el sábado 27 de noviembre a la propuesta de Araba sobre el Sector Agroalimentario Vasco. La argumentación era impecable y es doctrina PNV. Si se refiere a la Comunidad Autónoma Vasca, póngase Euskadi. Si se refiere a los siete territorios, póngase Euzkadi. Se aprobó por unanimidad y la propuesta de resolución quedó así.
William Smallwood, biólogo y antiguo piloto de guerra, originario de Arizona, donó al Centro de Documentación del Museo de la Paz de Gernika los testimonios que recogió de supervivientes del bombardeo de la localidad foral que le permitieron escribir la obra titulada El día en que Gernika fue bombardeada.
Smallwood, más conocido como Egurtxiki -traducción literal al euskera de su apellido-, realizó un trabajo de campo en 1972, en tiempos del franquismo, donde pudo contactar con 129 supervivientes de la tragedia y que eran adultos en el momento del ataque. El autor estadounidense decidió aprender la lengua materna de aquellos entrevistados, haciéndolo junto a los pastores vascos que trabajaban en Idaho, para años más tarde llegar a Euzkadi y ponerla en práctica recogiendo los testimonios.
Hizo un buen trabajo Egurtxiki para que esa historia oral de tantos testigos no se perdiera, una de ellas la de Juan Beistegi, comandante de un batallón de gudaris, porque el tiempo es un óxido para la Memoria. Milan Kundera, el escritor checo, lo resumió acertadamente en esta frase: “La lucha del ser humano contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”.
Tengo la suerte de haber conocido al comandante Beistegi. Le recuerdo en su negocio de bicicletas (BH) en la plaza de Santiago, frente a la catedral de Bilbao, despachando con un lápiz colocado en la oreja derecha. Fue en los años 1976 y 1977, cuando solía ir a recoger los artículos que en euskera y castellano escribía para la revista Euzkadi bajo el seudónimo de Lartaun. Eran tiempos en los que él promovía el periódico Agur, íntegramente en un euskera sin h, ya que la unificación que se había propuesto en 1968 a él le parecía artificial y dañina, doliéndole que uno de los máximos exponentes de aquella unificación, nacida en el santuario de Arantzazu, había sido su respetado compañero de vicisitudes y celda, teniente del batallón Itxarkundia, el gran lingüista Koldo Mitxelena.
Aquella h contra la que luchaba aguerridamente, a pesar de las buenas relaciones personales que mantenía con el que había dado clases de euskera a sus compañeros en la universidad de la cárcel de Burgos, le creó una gran desazón. Había una solidaridad y amistad generacional y de lucha, pero en la forma aprobada para unificar el euskera discrepaban rotundamente, y lo hacían porque los dos eran personas de muy recia personalidad.
En las primeras elecciones internas del PNV en Bizkaia en 1977, Juanito Beistegi fue elegido presidente del Tribunal Regional de Bizkaia, organización que impartía justicia interna, algo raro en las luchas internas de los partidos, ya que con ese nombre algunos se lo tomaban tan en serio que acababan por aplicar las medidas más extremas y, sin embargo, recuerdo que tras una discusión entre afiliados que tuvo lugar en marzo de 1979, en que a gentes varias se les acusaba de “filtraciones desde el BBB”, “desconocimiento del EBB” y “ataques personales”, la persona quien condenó a una comida de amigos para que en ella dirimiéramos nuestros conflictos, fue el circunspecto Beistegi.
Lo redactaba así:
“Acordamos condenar (aquí el nombre de todos los encausados) y a cualquiera que pudiera estar en estos casos, a que celebren una sencilla comida de hermandad, inmediatamente después de terminadas las elecciones municipales y a Juntas Generales, para celebrar su éxito y hablar solamente de cómo preparar el próximo Aberri-Eguna, 15 de abril, de forma que nuestro pueblo lo pueda celebrar en paz, libertad y hermandad”.
Beistegi atribuía aquellos primeros enfrentamientos “a desvíos remediables, fruto de nuestra propia contaminación, que solo son graves en nuestras mentes al medirlos con espíritu post-franquista, que lograremos despejar de nosotros volviendo a los modos de ser de nuestro pueblo”.
Este fue el llamamiento que nos hizo llegar en forma de sentencia el llamado, respetuosamente, Juanito, en aquellos años de la salida de la clandestinidad de los jeltzales, aunque la persona, como se ve en el libro editado por la Fundación Sabino Arana, en esta gran entrevista que le concede a Egurtxiki, era un hombre que no se arredraba ante nada y que cuando tenía que luchar utilizaba todos los medios para lograr su cometido.
Además de ser de acero inoxidable y poco dado al rodeo, se mostraba en esas fechas como un padre de familia que no quería que sus hijos se peleasen por banalidades, siendo lo importante ganar las elecciones y sacudirse aquella mentalidad dejada en herencia por el franquismo con una decisión tan vasca como lo es resolver los problemas alrededor de una mesa y sobre todo en su sobremesa.
Estas Memorias a mí me han entusiasmado y no solo por su relato, sino por ese estilo directo, con pulso, de conversación distendida y, cómo no, dando importancia a las cosas que le tocó vivir, en primer lugar en Eibar, ciudad armera a la que describe muy bien en su ambiente político y en el funcionamiento de las empresas y de las cuadrillas de uno u otro signo, así como la propia fábrica de armas, negocio familiar, dando el increíble dato de que la pistola que mató al rey de Yugoslavia en 1934 la habían fabricado ellos, sin obviar la presencia de unos alemanes que ya entonces conspiraban para lo que después fue la guerra.
Beistegi describe bien la llegada de la República a Eibar aquel 14 de abril de 1931 y cómo se vivió la llamada Revolución de octubre de 1934 y sus consecuencias, así como su año de estudio en Inglaterra y en Francia, conociendo estos dos idiomas, además del euskera y el castellano, cuestión nada habitual en aquella época. Estallada la guerra, narra cómo se forma la Comandancia de Azpeitia y la importancia del militar de carrera Cándido Saseta que muere en Asturias, además de cómo es nombrado teniente y luego comandante del Batallón Loyola, cuyo nombre no le gustaba por la significación del santo, apreciando mucho más el de Zumalacárregui.
No se sabe si admirar más su sangre fría, a pesar del miedo que también describe en momentos determinados, o su creencia en todo momento de que la guerra se podía ganar, y de los continuos retrocesos que van protagonizando así como de las pérdidas de lugares estratégicos como montes emblemáticos, criticando con dolor la propia ofensiva de Villarreal, que resultó un auténtico fracaso y en donde estuvo metido hasta el cuello con su batallón en aquella iniciativa mal dirigida por militares incompetentes.
Es de destacar la falta de aviones que sufría aquel ejército de gente sin experiencia militar y los temores de su perro cuando con su instinto sabía que les venían a bombardear, siendo su cola casi como su radar particular, pudiendo Beistegi constatar a su llegada a un Cinturón de Hierro donde se veía la mano de la traición de Goicoechea, que aquello no estaba bien diseñado, viviendo además la muerte cerca de él, con la caída de compañeros a los que apreciaba. Aprende a montar a caballo, más cómodo para andar por monte, y describe la agilidad del general Llano de la Encomienda ante un ataque enemigo, así como a su jefe, Lino de Lazkano, a quien sustituye tras una baja médica de éste. La narración que hace de su relación con sus captores italianos es antológica, teniendo como fondo el llamado Pacto de Santoña, aquel acuerdo que salvó muchas vidas y que condicionó aquel fin del ejército vasco en circunstancias tan amargas.
El resto es la narración de la derrota, la cárcel, la pena de muerte, los gudaris fusilados como chinches, la represión y la salida de la cárcel.
Un libro, pues, que es una fotografía muy lograda de hechos heroicos, de pelea sin armas, y de grandes heroicidades narradas como si de una ronda con amigos del alma por Eibar se tratara. Datos, amenidad y una buena visión de lo que fue aquello, narrado por un protagonista de excepción como Juanito Beistegi, comandante del Batallón Loyola, uno de los muchos héroes improvisados bajo aquella lluvia de fuego y odio que cayó sobre una generación que se encontró de la noche a la mañana con sus raíces al aire. No encuentro mejor regalo en Navidad para un nieto a su abuelo, pero mucho más de un abuelo a su nieto para que la palabra gudari no se pierda en la niebla del día a día actual. * Parlamentario de EAJ-PNV 1985-2015