l número de bautizos en Euskadi, en el resto del país igual, ha disminuido. La Iglesia va perdiendo clientela por su falta de adaptación al mundo moderno. Homilías largas y llenas de moralina rancia alejan a la gente joven de tantos ritos ancestrales que necesitan una reforma. Pienso que, siendo creyente, el bautismo, la entrada de un niño en la Iglesia, merece una gran celebración.

Nuestra familia ha festejado este día grande.

Con poco más de un año, mi nieta Carola, la semana pasada, ha recibido el bautismo, en la iglesia de Santa María de Portugalete.

La luz, temblorosa, de una vela en las manos de los padrinos, me hizo reflexionar. Iluminar a los niños desde la infancia es un camino difícil. Ser luz en un mundo de nubes es un camino lento. Carola es una niña alegre con la mitad de la sangre sevillana y la otra mitad vasca. La familia mirábamos a nuestra palomita blanca -con su vestido casi perfecto hasta el final del sacramento-, pensando en la intimidad lo que le regalaríamos si fuésemos hadas. Cerré los ojos y me imaginé que mi varita mágica rozaba los papitos de mi niña: serás generosa, serás alegre, tendrás fuerza para afrontar los problemas con sonrisas y, sobre todo, serás libre. Libre como tu madre que se vino de Sevilla por amor, libre como tu padre que es capaz de defender sus principios, aunque sus decisiones impliquen incomprensión.

Carola pasaba de brazo en brazo. Como todos los niños, no para quieta. No era consciente, posiblemente igual que una mayoría de las personas, que había entrado en la comunidad de los hijos de Dios. Nuestra endeble fe nos impide asimilar la grandeza de unos simples símbolos del agua y el bálsamo de la eternidad. Voy a comulgar y mi nieta Adriana me pregunta al volver: “¿A qué sabe?”, y me señala la boca. “A barquillo”, le respondo. Sonrío y pienso: Dios sabe a barquillo.

Al salir de la iglesia, en el Hotel de Portugalete, pudimos disfrutar de una día que nos había unido a dos familias. Un vínculo que ya nunca se rompe. La abuela de Carola, sevillana, en realidad adoptada de Galicia por el Sur, pensaba como yo en el milagro de la eternidad. Ser madre es ser eterna. Hijos con más hijos que nos habían hecho abuelas jóvenes. No cabíamos en una sola mesa, por eso, hubo un coctel. Somos muchos. Ángela, la madre de Carola, tiene siete hermanos y mi hijo Dani, su padre, seis. Multitud de hermanos, primos y sobrinos, nacidos de una semilla de amor. Carola nos unía en las fechas de todos los santos. Los rituales tienen detalles mágicos, aunque a todos se nos olvide al salir de la iglesia. Cuando nació mi primer hijo, yo era más joven que algunos de mis nietos. Pienso que los recuerdos de la madre de Ángela serán similares. Todos somos muy parecidos en un mundo tan distinto. En estos días, millones de santos anónimos se fueron al más allá sin aplausos, ni ceremonias con olor a incienso. Llevaban la maleta llena de generosidad, fuerza y valentía.

Nuestra pequeña Carola nos ha unido al Norte y al Sur con cantos, bailes y rasgueos de guitarra. Confucio decía que una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por estas cuatro columnas: padre valiente, madre prudente, hijo obediente y hermanos complacientes.

A John Lennon le preguntaron que quería ser de mayor y dijo: feliz.

Dios sabe a barquillo y en el hoy y ahora, podemos ser felices.* Periodista y escritora