or qué España inspira pesimismo? ¿Por qué sugiere fatalismo? La respuesta habría que encontrarla en su fracasado pasado y su presente empantanado que dan como resultado un futuro sin más esperanza que la que puede venir -bajo condiciones- de la influencia externa, de Europa. O quizás es la indolencia de sus líderes frente a la antigüedad de sus problemas y necesidades. España es un viejo lamento de lo que ha hecho y lo que no ha hecho. Por no hacer, nunca emprendió una revolución -una ruptura radical con y contra sus defectos de origen y sin vuelta atrás- y así se fue quedando en la resignación de su devenir trágico y a merced de poderes despóticos con los que es imposible aspirar a la grandeza como comunidad a pesar de contar con mucha, mucha gente capaz, finalmente resignada o sacrificada. Y de ahí su perenne y profunda tristeza.

Básicamente, la depresión española la construyen tres males: su obsesión por la unidad a cualquier precio, su negación de la verdad y la mezquindad de sus clases dirigentes. Todas las demás calamidades de las que tenemos hoy sobradas muestras se derivan de estas tres ramas y se extienden por todo el cuerpo del Estado, fallido en lo esencial y que ha llegado al siglo XXI con una democracia limitada, adherida a un sistema socioeconómico desigual que lo condena a la mediocridad permanente. Como contraste, la cultura española es admirable, comenzando por El Quijote, el libro más extraordinario jamás escrito y por el que pasarán un millón de años antes de ser apenas igualado. ¡Qué país más extraño es España! Casi todo lo suyo es una anomalía pudiendo estar entre los mejores si se atreviera a romper con sus inercias centralistas y superar su obsolescencia como Estado.

No existen los paraísos nacionales. Sobre la sangre y la ignominia se han construido los países; pero España supera a todas en crueldad en su camino hacia la unidad territorial y política. Los conflictos de unificación están en todos los continentes por ausencia de sentido común (en sentido estricto) y por el fracaso en la integración de las minorías. Los pueblos absorbidos no se detienen nunca en la búsqueda de su libertad y acomodo en el mosaico de un mundo diverso. España se hizo mal y sigue estando mal hecha como lo demuestran las tensiones insuperables con Catalunya y Euskadi. Los problemas de convivencia no existen por capricho, sino que son consecuencia de una crítica relación entre los poderes centrales y los pueblos con cultura y lengua propias e ideario político específico.

La obsesión de España por su unidad le lleva a la paranoia y a la doble y falsa creencia de que el tiempo y la economía globalizada reducirán al mínimo los afanes de libertad de las nacionalidades vasca y catalana y que logrará por vía de simples reformas sin calado legal y político que ambas comunidades acepten el statu quo constitucional, surgido de aquel apaño del 78 que hace aguas por todas partes y que se configuró bajo la presión militar y económica de las fuerzas herederas de la dictadura y que se autolegalizó en un rey previamente designado por el tirano, resultando ser, ya sin ocultaciones, un delincuente. Aquello fue una chapuza para salir con muy poca honra del prolongado régimen de Franco y aparentar ante sí y ante Europa una construcción democrática más formal que verídica. Y aunque con los años se ha ido ensanchando más por necesidad que por convicción, ha dejado irresuelto la cuestión más importante, su propio ser. En Euskadi hay un Estatuto incompleto y seguimos a merced de las tendencias recentralizadoras del Estado. Y así es imposible la convivencia.

La prevalencia autoritaria, junto a la escasa solvencia intelectual y moral de sus dirigentes a lo largo de dos siglos, influyeron en la idea de la uniformidad como modelo de edificación del Estado, al modo francés pero sin sus virtudes e historia. Es decir, España como cuartel, en vez de una España como mosaico de naciones diferentes sujetas a un pacto libre y refrendado. Y del alocado propósito de lo uniforme frente a una compleja diversidad, surgieron los conflictos y la respuesta violenta que trató de resolver manu militari lo que debió hacerse mediante el diálogo y el acuerdo. Nada de eso ha existido y a duras penas se ha intentado la creación una España moderna desprendida de sus dogmas y generales levantiscos. Este canon arcaico ha prevalecido a causa de la obsesión española por una unidad sin la mínima concordia y afecto entre las partes, como si su legitimidad proviniera del altísimo y sus mitos fueran una autoridad indiscutible.

España tiene un problema con la verdad. ¿Cuándo se ha enfrentado a las certezas de su historia? ¿Cuándo se dijo a sí misma la verdad de sus tragedias, sus odios, sus conquistas genocidas, sus tiranías, su brutal desigualdad socioeconómica, su oprobiosa prevalencia religiosa, su culto a la ignorancia y todo lo que no pueden compensar la obra de su mejor gente, su cultura, sus artistas y cuantos, no pocos, que desde el pensamiento y la creación lucharon por transformar la realidad y pagaron la osadía con sus vidas y el destierro y fueron llamados antiespañoles?

El hecho de que no hubiera tránsito entre la dictadura y la democracia hizo imposible la catarsis española para comenzar a asomarse con valentía a las vergüenzas de su historia y sus residuos. Nada de eso ha sido posible. Y la tarea seguirá pendiente en tanto la clase dirigente no impugne ese espíritu español de negación de la verdad, porque incomoda.

Es un sarcasmo que España requiera a Euskadi una memoria justa de los años del terrorismo (quizás en busca de una culpabilidad colectiva y aún más firme de la mayoría nacionalista para liberar la responsabilidad española y su violencia), cuando el Estado sigue teniendo inacabada un relato de su dictadura y mantiene decenas de miles de muertos en las cunetas, sepultados como perros. ¡Pero si no fue hasta anteayer que exhumaron al tirano del túmulo sagrado del Valle de los Caídos, allí admirado como héroe nacional!

Tantas verdades aplazadas tiene España que difícilmente podrá encarar con éxito su futuro. Porque le faltan fuerzas para ser justo y le sobran falacias para autoengañarse. Calles y plazas glorifican a asesinos y siervos del franquismo todavía hoy. No hay libertad sin verdad. Y de su culto a la falsedad y la ocultación le ha surgido, y es más que un síntoma, Vox, junto a una derecha asilvestrada que esgrime de nuevo la amenaza de aplastar, mediante una reedición neofranquista, a Catalunya y Euskadi y liquidar las libertades.

Si creyese en el poder de las maldiciones, diría que España es ese país donde es normal tener malos gobiernos. Es una condena. Y no es asunto del pasado, sino de ahora mismo. ¿Se puede entender la mezquindad de su clase dirigente, de derecha a izquierda, que lleva tres años con el gobierno de los jueces (el Consejo General del Poder Judicial) caducado y sin probabilidad de ser renovado de acuerdo con su propia ley? Una tercera parte del sistema democrático está en la tácita ilegalidad. ¿Es que no les da vergüenza? El cainismo político y la bronca en las tribunas han mermado el rescate de la ciudadanía para lo que era exigible plena unidad de acción por encima de divergencias ideológicas. La experiencia de la ruindad de los líderes y los partidos es lo que generan el pesimismo y la fatalidad de que España tiene el germen de la autodestrucción en su seno.

A pocos días de su 12 de octubre, fiesta nacional con la que no me siento identificado, porque nada hay que celebrar en un Estado que te asimila y mengua identidad y libertades, quiero resaltar mi afecto hacia tantas personas que se sienten sinceramente españolas pero con las que comparto parecidas metas de justo progreso, proyecto de educación de calidad, republicanismo, cultura, innovación, igualdad de derechos y sentido europeo de ser en el mundo, más allá de nuestras respectivas e irrenunciables aspiraciones nacionales. Seamos dignos para convivir y defendamos juntos la audacia de mejorarlo todo (¿un Estado confederal ex novo, con reserva de soberanía para las partes?) hasta resolver la anomalía de España. Nos vemos en la democracia, amigos.* Consultor de Comunicación