sistimos con frecuencia a comportamientos insolidarios que nos escandalizan por el egoísmo que manifiestan. Más aún en situaciones excepcionales, como la de la pandemia que sufrimos. Su grado de insensibilidad hacia los demás puede llevarnos, sin embargo, a reflexiones que no siempre evitan una excesiva carga emocional ni se ven libres de la influencia de estereotipos o prejuicios. Algunas de estas se están expresando en público, incluso en estas mismas páginas, en relación con la educación de las personas que actúan de dicha manera y el fracasado resultado en ellas de la acción de nuestro sistema público de enseñanza.
“La educación no es la solución”, nos dicen, ante la evidencia de que los protagonistas han desfilado por las sucesivas etapas de la formación obligatoria, muchos por todas ellas, y de que gozan hasta de títulos universitarios que acreditan sus conocimientos. Y refuerzan el argumento añadiendo, por ejemplo, que un aparentemente muy educado pueblo como el alemán fue nada más y nada menos que el protagonista del Holocausto, la masacre por antonomasia entre los civilizados europeos.
Y sin embargo se equivocan.
La tesis principal incurre a nuestro juicio en un relevante error de perspectiva. En primer lugar la brutalidad no es patrimonio de los “educados”, que les digan a los armenios o a los tutsis (por referirnos tan solo a víctimas de masacres muy conocidas del siglo XX ) qué opinan acerca de si turcos o hutus pueden considerarse “pueblos educados”. Determinados comportamientos se producen del mismo modo entre personas que han pasado en diferentes grados por el sistema educativo o que incluso apenas se han visto acariciadas por su influencia.
El error estriba en creer, ¡todavía hoy!, que las personas obramos solo a impulsos del conocimiento o la razón. En absoluto. El sentimiento y la emoción siguen y seguirán siendo fundamentales a la hora de entender por qué nos comportamos como lo hacemos.
Lo que algunos creemos que no está consiguiendo el “sistema educativo” -entendido por tal el que desarrolla el servicio de enseñanza obligatoria e incluyendo en el al universitario- y como veremos porque no es, ni muchísimo menos, responsabilidad exclusiva suya, es “educar” no solo en el ámbito del conocimiento, sino en el de la gestión responsable y solidaria con el otro de nuestros sentimientos y emociones. Por eso mismo se puede proclamar que la educación sí es la solución, porque nos queda todavía mucho margen de mejora en este terreno, mucho camino por recorrer.
Hay otra razón no menos importante por la que reivindicar la educación. Se manifiesta, mucho mejor de lo que yo pueda expresar, en un aserto que pasa por ser todo un refrán africano: “para educar a un niño hace falta toda la tribu”. Educación es lo que se hace en los centro escolares -¡ solo faltaba!- pero no solo. Educar es también lo que se hace en la familia y en la calle. La educación no es ni responsabilidad exclusiva ni patrimonio monopolístico del sistema y sus agentes. Y aquí tenemos también margen de actuación suficiente como para tener esperanza en la educación, colectiva eso sí, como importante factor de mejora potencial.
Un problema en el terreno de los valores y normas sociales de comportamiento, en el de la gestión de sentimientos y emociones, es el de la credibilidad de los mensajes. La mayoría de las personas conocemos perfectamente la nociva influencia del alcohol en nuestra salud, pero ¿qué clase de confianza vamos a tener cada uno de nosotros en las apelaciones diversas, institucionales particularmente, a reducir y racionalizar su consumo, si se ven contradichas por el comportamiento social generalizado y obligan a dejar de participar en determinados ámbitos de socialización y a convertirse en un bicho raro?
¿Con qué legitimidad puede uno escandalizarse de la insolidaridad de determinadas manifestaciones, sin negar que sean actitudes perseguibles sobre todo si ocasionan daño a otros, cuando mucho de lo que podemos ver a nuestro alrededor es la defensa a ultranza de intereses particulares (muchas veces escondidos bajo su presunta condición de derechos) por encima de cualquier consideración sobre el interés general o la situación del obligado a satisfacerlos?
También, si no principalmente, se educa con el ejemplo. No tiene valor educativo eso de “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. O mejor, educa para que cada cual intente colocarse en la situación de poder en que pueda permitirse la incongruencia a costa de lo que sea. Y como dicen los africanos, educamos entre todos. Por eso mismo la educación es la solución. Pero una coherente, no falsa o esquizofrénica, una en la que no pueda adivinarse detrás de determinados escándalos un apreciable grado de hipocresía.
Hay otros problemas educativos relevantes a los que deberemos enfrentarnos en otros artículos; aspiramos (legítimamente) a ampliar el ámbito de nuestra libertad, pero ¿en qué medida transmitimos en ocasiones un equivocadamente desvirtuador mensaje sobre sus límites? Los derechos, como las rosas, lo son con sus espinas, sin ellas son otra cosa. ¿Somos conscientes de ello? ¿Es ello compatible con cualquier modo de “lucha” por la ampliación de su contenido?
La reflexión nos lleva ya muy lejos. Sin obviar ni por un momento que la sanción y la represión educan, de manera muy ilustrativa además en la mayoría de los casos, y que esta es otra razón más para reivindicar la educación, la inquietante pregunta que habría que lanzar a quienes opinan lo contrario es obvia, si la educación, tal y como la hemos descrito, no es la solución, ¿cuál es?
* Analista