a ultramodernidad (que otros denominan era postmoderna y que, en el contexto de lo religioso, nosotros preferimos el término de era post-secular) es el resultado de todo un proceso que ha conducido al ser humano occidental a buscar emanciparse de numerosas coacciones colectivas, religiosas y otras, que limitaban su libertad individual. En la sociedad occidental ultramoderna (EEUU, Francia, Gran Bretaña, Alemania y Centroeuropa, los países nórdicos, y gran parte de España), la radicalización de la secularización (así Euskadi, una sociedad muy secularizada) está conduciendo a lo religioso al corazón de la vida colectiva pública (aunque todavía no en Euskadi), mientras que se ha creído poder encerrar lo religioso en la conciencia individual privada y en la práctica de ritos al interior de los edificios de culto. Es la exculturación sociocultural y política de lo religioso. Algo a lo que nunca el cristianismo ha querido reducirse. Es un retorno que acepta inscribirse en el marco del debate público democrático y que no demanda nada de particular más que de participar, al lado y con los otros, en una discusión colectiva sin que la calificación religiosa de los contribuyentes sea un motivo de supremacía ni de descalificación o de marginalización.
Radicalización y desencanto de la secularidad
Pero, los ideales seculares que hemos tenido tendencia a presentar como alternativas a los ideales religiosos se encuentran ellos mismos desencantados. Por ejemplo, ya no es la creencia en las promesas políticas la que viene a reemplazar la creencia en las promesas religiosas; tampoco la confianza acordada a los técnicos reemplazaría aquella acordada a los saberes y técnicas tradicionales. Pues estas autoridades seculares del mundo de hoy están puestas en discusión.
Este desencantamiento de los ideales seculares es particularmente neto en el dominio de la política, con el aumento de la desconfianza e incredulidad de los ciudadanos hacia la política, hacia los políticos, como muestran informes internaciones, incluso con afán prospectivo. Lo avalan en multitud de encuestas de ámbito español y vasco. En tal coyuntura es llamativo constatar que, tanto en los filósofos y sociólogos agnósticos o ateos como André Comte-Sponville, Jürgen Habermas, Salvador Giner, Edgar Morin como en los inscritos en una tradición religiosa como Paul Ricoeur, Pierre Manent, Jesús Martinez Gordo, Andrés Torres Queiruga, encontramos formas de reconsiderar el ámbito y el papel de lo religioso, en el marco de las sociedades secularizadas y pluralistas de hoy, en el sentido de reconocer la legitimidad de su participación en los debates públicos a condición que no quieran imponer nada.
Entiéndase bien. No se trata de una vuelta de lo religioso en el sentido en el que se volvería a un estado anterior al de la actual “era secular”, como si las religiones volvieran a recuperar el poder sobre la sociedad y los individuos. Este planteamiento solamente es sostenido por los nostálgicos de la “era de cristiandad” que, afortunadamente, no ha de volver. En la actualidad, de lo que se trata es de reconfigurar el espacio y el papel de lo religioso en las sociedades radicalmente secularizadas donde las promesas seculares están también desencantadas, y generan desconfianza en la población.
El necesario reajuste de lo político y lo religioso en una sociedad laica
En tal coyuntura, tanto lo religioso como lo secular evolucionan y reajustan sus relaciones, aunque en unos países más rápidamente que en otros. En Euskadi vamos a la zaga en este punto, al estar lo religioso y lo político, ambos, no solamente desencantados sino también desprestigiados. El camino a recoger, se sea o no creyente, en una sociedad como Euskadi es el de un cristianismo cada vez más desmitologizado, valorando y postulando su ética de la fraternidad, “el ethos del amor” universal e incondicional, y que se encuentre con una política y unos políticos desescatologizados, abiertos todos, en la búsqueda de fuerzas convincentes y motivantes para construir la sociedad de mañana. De ahí las necesarias sinergias positivas entre lo político y lo religioso, lo que no impide que haya conflictos y desacuerdos profundos como se ha visto en la ley de la eutanasia y de las uniones trans, en España. Pero, en eso consiste, precisamente, la democracia moderna.
Siendo el cristianismo una religión de la Encarnación de Dios en Jesús de Nazaret, una religión de dimensión universalista, se inscribe sin problema en una configuración favorable a la participación de las religiones en la vida pública. En Europa occidental las Iglesias católica y protestante han aprendido poco a poco a integrar su autocomprensión en el hecho de que no representan ya en la actualidad, ellas solas, las normas de lo religioso en la era secular y ya, aunque en germen en Euskadi todavía, la era postsecular. Estamos viviendo, en nuestros días, el paso del cristianismo heredado al cristianismo por elección, lo que no quiere decir que tengamos que hacer tabla rasa de la herencia de 20 siglos de cristianismo, en la actualidad más universal de lo que nunca ha sido en la historia.
Una laicidad democrática y no autoritaria no debe descalificar y deslegitimar los interlocutores religiosos bajo el pretexto de que estarían en contra de ciertas evoluciones, incluso en el caso de que hubieran sido legalizadas. Lo que no quiere decir que el Estado no legisle de acuerdo a la mayoría, aunque, si es responsable, procurará hacerlo con el mayor acuerdo posible. En ciertos temas no vale la mayoría del 51%. Las tensiones son inevitables entre las religiones y las evoluciones dominantes en la sociedad. Sobre todo, en el caso del cristianismo con veinte siglos de historia. Estas tensiones no son solamente inevitables, sino que son estructurales y testimonian una buena salud de la laicidad. Es lo que Paul Ricard llamaba una “laicidad positiva de confrontaciones” que hace justicia a la diversidad de la sociedad civil.
Luces y sombras del cristianismo en la historia y en la actualidad
Hay que redescubrir que las religiones alimentan también compromisos solidarios y profundamente altruistas, que son depósitos de compromiso y de esperanza que pueden socializar a las personas, en particular los jóvenes, en una normatividad estructurada y estructurante, prevenirlos contra el pesimismo reinante e incitarlos a actuar, sean las que sean las dificultades del presente.
Reconocer este depósito de convicciones y de acciones que representa el cristianismo, como otras religiones, no significa, por otra parte, que, como toda realidad militante y de convicción, el cristianismo pueda generar, y de hecho ha generado, actividades intolerantes e incluso fanatismos y crueles violencias. Así, por ejemplo, las religiones pueden conducir a encerrar a sus miembros en su mundo, cortándoles lo más posible de la sociedad, incluso hacerles percibir la sociedad global como una realidad diabólica de la que es preciso huir y combatir. Es el caso de Rod Dreher, en la actualidad, con lo que denomina la opción benedictina (que no tiene que ver con los benedictinos de siempre). En efecto, el cristianismo no está indemne de estas tendencias, así en el catolicismo tradicionalista conservador que manifiesta simpatías por la extrema derecha y en las franjas fundamentalistas del protestantismo que quisieran reconquistar la sociedad. Aunque también en la extrema izquierda, como vemos ahora, por ejemplo, en Nicaragua y en Cuba, con la lectura que algunos hacen desde España y Euskadi, atribuyendo la responsabilidad de su mala situación, casi en exclusiva, al maligno poder estadounidense.
En las incertidumbres y en las inseguridades del mundo de hoy, el cristianismo reencuentra no el poder sino la influencia. Es, incluso, esta pérdida de poder sobre la sociedad y en su aceptación del marco laico de la sociedad lo que le permite ser apreciado, como un proveedor de sentido y de esperanza en una sociedad bastante desbrujulada. Un cristianismo incubador y propulsor de acciones solidarias en un entorno en el que “el cada uno para sí” tiende a desarrollarse con fuerza.
* Catedrático emérito de Sociología de la Universidad de Deusto