l fallo del Tribunal Constitucional declarando ilegal la potestad del Estado de alarma para amparar confinamientos domiciliarios y otro tipo de restricciones de la movilidad en época pandémica ha retratado perfectamente la situación de la administración de justicia en España. Una fotografía preocupante que advierte del escoramiento e inclinación argumental de muchas de las decisiones judiciales con posiciones ideológicas extremas. Una deriva cada vez más perceptible y preocupante habida cuenta, además, de que la renovación de los estamentos judiciales se encuentra bloqueada políticamente por una derecha que no acepta (por afinidad ideológica) el necesario relevo de una gran mayoría de magistrados en órganos jurisdiccionales de primer orden.
Lo primero que llama la atención del pronunciamiento judicial es su extemporaneidad. El auto o sentencia acordado (julio de 2021) se refiere a la proclamación del primer estado de alarma (marzo a junio del 2020) que implicó un confinamiento domiciliario. Fue articulado a través del Real Decreto 463/2020 e instaurado el 14 de marzo de 2020. Se extendió durante 15 días y su primera prórroga fue aprobada por la mayoría parlamentaria (también PP e incluso Vox). Por rizar el rizo, recordar que Santiago Abascal recriminó a Sánchez no haberlo proclamado antes. “Fui el primer líder político que le exigió el estado de alarma el martes 10 de marzo” -declaró desde la tribuna del Congreso el caudillo de Vox-. Sin embargo, pese a los votos favorables (también los de Casado), los mismos diputados ultraderechistas presentaron más tarde recurso de inconstitucionalidad advirtiendo de que el encuadre legal a aplicar en esta situación de crisis debía haber sido el “estado de excepción” en lugar del aprobado “estado de alarma”.
Casi un año y medio después, sin excepcionalidad legal en vigor, tras miles de víctimas mortales y decenas de miles de personas afectadas por la enfermedad, el Tribunal Constitucional ha sentenciado. Como si el caso en cuestión no exigiera inmediatez y se tratara de una controversia doctrinal en un debate entre catedráticos.
La segunda consecuencia que la sentencia acarrea -más allá de que las sanciones administrativas emitidas durante este tiempo queden en nada- es la grave disyuntiva a la que obliga a los poderes públicos en el supuesto de que la pandemia -esta u otra- requiriese de la aplicación de marcos jurídicos extraordinarios. El fallo del Tribunal Constitucional resuelve que debería apelarse al “estado de excepción” y no al “estado de alarma”, a pesar de que este sea el instrumento legal que en su literalidad se reserve para acometer “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.
La literalidad no cuenta y el Constitucional da la razón a Vox pese a que el “estado de excepción” se vincula específicamente a situaciones de grave alteración del orden público. Según la ley 4/1981, el “estado de excepción” implica una “suspensión” de derechos de la ciudadanía. Para aprobarlo el Gobierno deberá pedir autorización previa -para un plazo máximo de 30 días, prorrogable por otros 30- al Congreso de los Diputados. Este paraguas legal de suspensión de derechos permite al gobierno de turno prohibir la circulación de personas y vehículos, exigir a ciudadanos sobre los que pesen sospechas de ser una amenaza para el orden público que comuniquen sus desplazamientos, suspender la inviolabilidad del domicilio y realizar registros sin consentimiento del propietario, intervenir las comunicaciones de todo tipo, suspender publicaciones y emisiones de radio y televisión, y disolver reuniones y manifestaciones. Total, la pera limonera.
Resulta cuando menos curioso que un tribunal como el Constitucional español, cuyo objetivo funcional sea el de defender los derechos básicos de la ciudadanía, resuelva que la mejor opción en caso de una situación como la vivida por la pandemia sea la que acoge un marco democrático mucho más restrictivo y de menos libertades. Curioso. Y peligroso.
Las concomitancias entre los postulados ultraderechistas y la magistratura, lejos de resultar anecdóticas o esporádicas, comienzan a resultar preocupantes. Sobre todo cuando las tesis defendidas por los de Abascal comienzan a tener eco y, previsiblemente, respaldo en las más altas instancias judiciales. Algo no esporádico.
Según diversos medios de comunicación, el sector de perfil más conservador del Tribunal Constitucional ha solicitado que este órgano abra un nuevo debate sobre la condición de diputados de un total de 29 parlamentarios (PNV, ERC, JxCat, EH Bildu, BNG o Unidas Podemos) que en su toma de posesión del escaño justificaron su acatamiento constitucional por diferentes razones de corte ideológico.
La derecha extrema, ante la decisión de la presidencia de la Cámara Baja de dar por buenas las fórmulas empleadas para expresar el acatamiento a la Carta Magna presentó un recurso de amparo ante el tribunal de garantías, exigiendo invalidar la condición de diputados de los afectados y, al tiempo, reclamando se declarasen nulos todos los procesos parlamentarios adoptados desde diciembre de 2019 (sesión constitutiva del Congreso) hasta nuestros días.
De mantenerse el criterio de que los 29 parlamentarios no habrían cumplido con los requisitos establecidos para su toma de posesión, la formación ultraderechista vería respaldada su tesis de poner en entredicho la legitimidad democrática de la presente legislatura y, en consecuencia, el gobierno presidido por Pedro Sánchez. El propio Tribunal Constitucional, a la hora de admitir los recursos presentados en este sentido (Vox y también el PP) dejaba constancia de que la apertura del procedimiento y su admisión se producían porque el asunto “pudiera tener unas consecuencias políticas generales”.
La sospecha generalizada de la politización de la justicia, del comportamiento vicario de muchos magistrados a los intereses políticos y partidistas, siempre ha estado latente en la opinión pública. Es recurrente encontrar pronunciamientos que determinan que el poder judicial es, probablemente, el soporte del Estado que menos haya evolucionado en la transición democrática española.
Para muestra, otro botón. El pasado 20 de abril, en plena campaña electoral madrileña, la estación de metro de Sol amaneció con un cartel publicitario del partido ultra Vox que, a todas luces, presentaba un discurso xenófobo y racista. El reclamo propagandístico utilizaba datos falsos para criminalizar a menores emigrantes no acompañados representados por la imagen de un joven encapuchado. Tal planteamiento, política y éticamente reprobable, fue llevado a los tribunales por la fiscalía al considerar que el partido ultra incitaba al odio en lugar del voto.
La Audiencia Provincial de Madrid resolvía la denuncia con una sentencia insólita ya que lejos de penalizar el libelo -sustentado en datos falsos- lo consideró como “eslogan electoral” esgrimiendo en su razonamiento que no puede tratarse de “ideas a prohibir” cuando existen otras “tan criticables o más que estas”.
Si inaudita era la literalidad del auto judicial, la parte más increíble del fallo de la Audiencia Provincial madrileña aseguraba que “con independencia de si las cifras que se ofrecen son no veraces, (los menores) representan un evidente problema social y político”. Alguien pensará que estoy dando carta de categoría a las anécdotas judiciales, pero la secuencia de pronunciamientos en este sentido es un “suma y sigue”. Otro ejemplo; el archivo por parte del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de la querella presentada por la fiscalía contra la diputada Rocío Monasterio. El ministerio público acusaba a la portavoz del partido ultra de falsedad documental al haber utilizado un sello falseado del Colegio de Aparejadores de Madrid en proyectos que presentó en el Ayuntamiento de la capital en 2011 y 2016.
Pues bien, los jueces capitalinos no admitieron a trámite la denuncia ya que la inclusión del sello falso en la documentación enviada al ayuntamiento “era tan burda y perceptible a simple vista que no permite inducir a error”. Es decir, que la falsedad, la adulteración del documento fue tan grosera que no cabía que nadie interpretara que aquel “visado” fuese auténtico. Y, gracias a esta “estupenda” interpretación de la ley, a la identificación de la chapuza como eximente de delito, Rocío Monasterio se salió de rositas de la imputación.
“Summum ius, summa iniuria” (la extrema justicia es la injusticia). Cuanta razón tenía Cicerón.
* Miembro del EBB de EAJ-PNV