i la solución a los problemas colectivos que afrontamos fuera tan evidente como aseguran unos y otros, el pluralismo político se explicaría por la torpeza o la mala intención de los demás. Pero si persisten las diferencias tal vez sea porque no hay tantas evidencias y quienes están más convencidos no necesariamente tienen más razón. En la vida política no disputan valores enfrentados, sino más bien concepciones diversas de esos valores. Ninguna ideología tiene, pese a sus posibles pretensiones en ese sentido, una interpretación completa del mundo.
A pesar de lo cual hay mucha gente que no se cree mejor sino superior. Tenemos el tópico de la superioridad moral de la izquierda, pero el tema tiene otras derivadas, como la superioridad intelectual de la derecha o la superioridad patriótica de los nacionalistas. Es un lugar común hablar de la superioridad de la izquierda cuando se trata de la igualdad y la derecha cuando hablamos de libertad. Ambas se creen a sí mismas superiores aunque por diversos motivos: en la autopercepción de la izquierda, su superioridad tiene que ver con los valores sociales, mientras que la derecha se ve como moralmente superior en lo que se refiere a la nación. Lo digan o no expresamente, una se percibe como socialmente superior y otra como nacionalmente superior. En mi opinión, más que una superioridad moral de la izquierda, lo que ocurre es que la izquierda tiene una irresistible tentación a plantear las cuestiones en términos morales, del mismo modo que la derecha no es cognitivamente superior sino que puede parecerlo en la medida en que apela continuamente al principio de realidad.
Contra el tópico de que la izquierda prioriza la justicia y la derecha la libertad, hay que pensar que, con independencia del modelo que uno considere mejor, la izquierda tiene una idea de la libertad y la derecha una idea de la justicia, que sus respectivas prioridades no se plantean a costa de no tener en ninguna estimación el valor que menos les caracteriza. La alternativa socialismo o libertad, planteada por Isabel Díaz Ayuso, es tan tramposa como lo sería hablar deliberalismo o justicia.
El psicólogo social Jonathan Haidt decía que las derechas no son menos sensibles al valor de la justicia, lo que pasa es que la interpretan de una manera diferente de cómo lo hace la izquierda. Los conservadores interpretan la justicia como proporcionalidad (las personas deben ser recompensadas en función de lo que aportan, incluso aunque esto implique desigualdades), mientras que los progresistas entienden la equidad desde el punto de vista de las necesidades; lo que a la derecha le indigna especialmente es que falte correspondencia entre el mérito y la recompensa, que haya subvenciones sin esfuerzo, mientras que la izquierda llama la atención sobre la falacia de la igualdad de oportunidades o la idea de mérito cuando hay una posición de partida muy desigual. Discusiones tan concretas como si hay que facilitar el pasar de curso o repetir en el bachillerato están motivadas, en un caso, por una idea de que lo más justo es que, como suele decirse, nadie se quede atrás o, alternativamente, por el temor de que esto sea una rendición a la mediocridad.
No quiero entrar ahora a valorar cuál de esas posiciones me parece más razonable o los mil matices de una vieja discusión, sino llamar la atención sobre el hecho de que ambas posiciones ideológicas reclaman el valor de la justicia. La conciben de modo diferente, podemos discutir cuál es mejor o qué límites y ventajas tienen una u otra, pero nadie que participe en ese debate con un mínimo de ecuanimidad tiene derecho a descalificar a la posición contraria como absolutamente insensible a la justicia.
Lo que acabo de señalar acerca de la justicia puede decirse también sobre cómo defendemos a nuestras naciones. De entrada, nadie las representa en exclusividad. Nuestra identificación con ellas puede realizarse de muchas maneras: desde el soberanismo hasta el cosmopolitismo cabe una infinidad de combinaciones de lo propio y lo foráneo, especialmente en un mundo en que el nivel apropiado de decisión suele estar compartido.
Dependiendo de los temas y los asuntos, la soberanía estará más cerca o más alejada, será más exclusiva o más compartida, pero no tenemos derecho a considerar un traidor a quien la sitúe en un lugar distinto del que consideramos como óptimo.
En torno a todo esto se configura un debate y una contienda política que no están predecididas de antemano. Joyce, que tanto criticó a Irlanda, la quiso con más pasión que todos esos escritores que hablaban de chicas pelirrojas y prados verdes. Quien descalifique la opinión contraria tachando a quienes la defienden de traidores, antipatriotas o retrógados se instala en una superioridad moral que impide la discusión democrática.
Nunca podemos estar seguros de que nuestra ideología no nos oculte alguna dimensión relevante de la realidad, que las opiniones por las que no sentimos la menor simpatía no contengan alguna información interesante. No es solo una cuestión de respeto moral al adversario, sino de inteligencia política. Hay más inteligencia en la escucha respetuosa de las opiniones más peregrinas que en las líneas rojas y los cordones sanitarios.
Muchas veces las mejores ideas son las que están equilibradas o fecundadas por sus ideas contrarias, los políticos más ambiciosos son los más capaces de transaccionar con el adversario, del mismo modo que los pueblos se enriquecen con la mezcla y la inclusión de otros.
Deberíamos desmoralizar la política no en el sentido de que en ella todo estuviera permitido, sino de modo que la crítica a las ideas políticas diferentes no implique su descalificación moral. El principal deber político consiste en resistir la facilidad con que confundimos nuestras preferencias ideológicas con una superioridad moral e interpretamos la discrepancia en términos de mala voluntad. Propongo un pacto para dejar de prestar atención a quienes están todo el día extendiendo certificados de virginidad ideológica, autenticidad en la representación del pueblo o integridad política y nos califican, por ejemplo, como poco identificados con la nación o no suficientemente progresistas. ¿Quién les ha dado ese derecho de representar al pueblo o al sentido de la historia?
Una narración de Borges sobre dos teólogos bizantinos nos explicó a su manera hasta qué punto nuestras posiciones ideológicas son incompletas, necesitadas del contraste con las opuestas. Uno de los teólogos logra que el otro sea quemado en la hoguera pero no consigue escapar a su destino y es abrasado por un rayo. Solo en el cielo comprenden hasta qué punto se complementaban sus posiciones, más allá de la aparente incompatibilidad.
La razón de la izquierda depende de que la derecha también la pueda tener; la derecha no podrá ser mejor si niega por principio que la izquierda pueda serlo. Aspirar a tener mejores opiniones suele ser incompatible con considerarlas superiores. En cualquier caso, tratándose de cuestiones políticas, es preferible aspirar a ser mejor que a ser superior.
El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador de Ikerbasque en la Universidad del País Vasco