l mayor enemigo jurídico del capital no es la legislación fiscal, o el monopolio de la emisión de moneda por parte del Estado. A fin de cuentas, las nuevas reglas de las finanzas globales facilitan la elusión fiscal y, al pasar la competencia de emisión de moneda de la Hacienda al Banco Central y con la declaración, también jurídica, de la autonomía política de los bancos centrales respecto a los gobiernos pero no respecto a los banqueros, se le ha servido en bandeja el controlar las políticas monetarias.
Por eso desde hace décadas, uno de los contenidos más ambiciosos de la política promovida por el capital desde los gobiernos y desde los organismos internacionales es el desmontaje, gradual o súbito, dependiendo del contexto, de las leyes basadas en el reconocimiento de una asimetría de poder entre capital y trabajo. Fruto del pacto social de postguerra y una de las señas de identidad del periodo dorado del capitalismo en los países avanzados, la legislación laboral reconoció el carácter social del trabajo asalariado, desarrollando un conjunto de principios de organización social, como la negociación colectiva, el derecho a cobrar pensión de jubilación, vacaciones y garantías laborales en caso de enfermedad etcétera, que limitaban el poder efectivo del empresario en la organización el proceso de trabajo y en el reparto del valor añadido.
Desde los años ochenta, la erosión de esta cultura jurídica y económica forma parte del denominado neoliberalismo, y a pesar de que el vigor del trabajo social organizado se ha visto considerablemente mermado, todavía las reglas del mercado de trabajo mantienen cierta regulación basada en el principio de la desigualdad de base entre oferentes y demandantes de trabajo.
El siglo XXI se inicia poniendo en jaque la pervivencia de dicho principio fundacional de la legislación laboral, que amenaza con ser sustituida totalmente por la legislación mercantil; es decir, por un reconocimiento implícito de igualdad entre oferentes y demandantes. Si el obrero de línea de montaje (el obrero masa) ha sido el centro del conflicto de clase en la época del fordismo, la época de la acumulación flexible saca a la luz nuevas figuras de la producción y de los servicios estratégicos: una suerte de trabajador único (poliédrico) extremadamente flexible, suficientemente o altamente escolarizado, con la capacidad de cambiar de empresa y de realizar funciones muy diferentes entre sí, privado de cualquier conocimiento real del proceso en el cual está implicado y privado asimismo de garantías salariales, sindicales, previsionales.
El uso masivo de las tecnologías de la comunicación y la información en los puestos de trabajo ya venía debilitando la eficacia de la legislación laboral vigente y facilitando la mercantilización parcial de la legislación laboral. Pero si algo va a dejar la plaga del covid-19 es precisamente un aprendizaje social que anuncia no el fin del trabajo asalariado, como dicen algunos discursos quiméricos, sino el final de la legislación laboral tal como se construyó en la etapa del capitalismo fordista.
El trabajo es una de las actividades vitales más profundamente afectada por la pandemia, gracias a un masivo proceso de experimentación social denominado “trabajar desde casa”, un auténtico laboratorio de pruebas a escala masiva que exhibe algunos rasgos inquietantes del trabajo del futuro probable. Ya no solo en los países centrales de capitalismo maduro, sino a escala planetaria, se confirma la homogeneidad tendencial de los trabajadores y del trabajo, donde se reduce cada vez más la división entre trabajo manual e intelectual, se anula la diferenciación sobre la base del título de estudios, que recurre en la mayoría de los casos al uso de ordenadores y de máquinas automáticas y que exige tanto de los trabajadores regulares como de los precarios una adaptabilidad a cualquier exigencia del proceso productivo.
Como señala Mathew Lawrence,fundador del instituto británico Common Wealth (Riqueza Común) en uno de sus documentos, la situación de confinamiento y alejamiento físico de los puestos de trabajo, sobre todo en los servicios, nos ha permitido vislumbrar cómo será el trabajo del futuro, “uno en el que cada una de nuestras acciones se puede rastrear y localizar, con los jefes controlando cómo pulsamos el teclado y localizando nuestra situación con coordenadas GPS (o Galileo), y en el que el trabajo temporal, rebautizado como “autoempleo”, se normalice. Las plataformas digitales han profundizado los antiguos cambios hacia la externalización y el debilitamiento de la protección laboral, al tiempo que permiten el despliegue de nuevas tecnologías para supervisar la producción de los trabajadores. Esto está cambiando el trabajo a un ritmo rápido: el 11% de las empresas ya ha obtenido ingresos de las plataformas laborales digitales en el Reino Unido, y se estima que para 2025 esa cifra aumentará a un tercio. Actualmente se está proponiendo una nueva plataforma para el Servicio Nacional de Salud en la que las enfermeras presentarían ofertas para turnos, en lugar de recibir contratos más estables.”
En caso de que los resultados de este experimento social se “validen” con las reformas legislativas correspondientes, tampoco el trabajo en la agricultura y la industria se va a librar de esta mutación. Porque contra la idea más difundida, la robotización no implica la sustitución completa del trabajo vivo por máquinas, sino la separación del trabajo vivo del contacto físico con la producción y las máquinas: el futuro de torneros, soldadores o conductores de cosechadoras no es el desempleo, sino el teletrabajo.
Es conocido cómo los gigantes de las plataformas digitales como Google y Apple con la excusa de la lucha contra la pandemia, están capitalizando esta crisis para accedera datos públicos que luego pueden extraer y utilizar de diversas maneras para ampliar su propio poder de monopolio de la propiedad intelectual. El mayor problema no es siquiera el poder de monopolio sobre la información masiva de estas multinacionales, sino el aprendizaje que genera este tipo de prácticas, con su posterior normalización del acceso empresarial a datos personales de toda la población.
La capacidad de recopilar, supervisar y manipular todas y cada una de las experiencias vitales de la población en forma de datos, facilitará la reconcentración del poder en el lugar de trabajo (convertido en un no-lugar, o lugar virtual) en manos del capital. El futuro previsible está por tanto centrado en el control algorítmico de las empresas; las grandes corporaciones monopolizan hoy por hoy la orientación de la investigación tecnológica.
Pero se trata de una determinación social, no tecnológica; es posible un futuro distinto, donde los datos se recopilen y se administren en común sobre la base del consentimiento, donde el propósito de las tecnologías se discuta democráticamente y sus límites se acuerden colectivamente, y donde los trabajadores utilicen los datos para construir un poder y una solidaridad compartidos.
Un elemento cada vez más estratégico y en la misma medida ausente de la negociación colectiva de casi todos los países es la participación de los trabajadores es el diseño o la puesta en práctica de nuevas tecnologías. Algo de ello se intuye en el documento de la OIT Trabajar para un futuro más prometedor que propone establecer un mecanismo de participación permanente de los trabajadores en las comisiones de ciencia y tecnología, y orientar los diseños tecnológicos en función de lograr una verdadera democratización de la tecnología. La negociación colectiva debe asegurar al trabajo un papel importante en el desarrollo y la puesta en práctica de la tecnología. ¿Forma parte esta cuestión del debate público actual sobre políticas?
El autor es profesor de Economía Aplicada de la UPV/EHU