in apenas darnos cuenta, asistimos a través de la crisis coronavírica a una modalidad de “muerte social” que generaciones anteriores tuvieron a bien presenciar respecto de lo que hubo de ser los modos de vida de sus antepasados. Esta crisis va, de alguna manera, adelantándonos, mediante el ensayo de un confinamiento generalizado, el triste escenario de una “estabulación programada” desde los intereses del Sistema, arrinconando aquellos otros más tradicionales concernientes a la comunidad y al individuo.

Konrad Lorenz, en su lúcido ensayo sobre la decadencia de lo humano, en tal dirección, esbozó dos ideas fundamentales. La primera apercibiendo sobre la ruptura dada entre generaciones de una misma unidad cultural, cuando afirmaba: “El escalón que separa a una generación precedente es cada vez mayor, y corresponde a la velocidad de desarrollo cultural. Para poder transmitir adecuadamente una tradición desde una generación a la siguiente, es preciso que la generación más joven sea capaz de identificarse con la más vieja. Esta identificación depende, ante todo, de la fortaleza de los lazos personales entre los hombres de ambas generaciones (…). De un lado, -añadía- los pueblos de todos los continentes se asemejan cada vez más en la indumentaria, los modales y otros rasgos costumbristas. Pero, simultáneamente, el distanciamiento cultural entre las generaciones es cada vez mayor en todas las culturas”. La segunda, en línea con el actual análisis de Byung-Chul Han sobre la capacidad homogeneizadora del poder mediante los procedimientos de la amabilización mostrada en su estudio sobre la filosofía hegeliana, Lorenz llegó en su día a afirmar: “Los filántropos filosóficos han vislumbrado hace mucho la genuina deshumanización que puede resultar del adiestramiento mediante la indulgencia”. Y para ello, el Sistema actual ha ideado un género de cultura teleológicamente orientada hacia el “entretenimiento” como unidad de combate frente a la abulia generada por la carencia de un sentido que dar a nuestras vidas.

Personalmente, a estas alturas del progreso civilizatorio no hubiera apostado ni un céntimo por la necesidad de retornar hacia fórmulas orientadoras como la que en su día Viktor E. Frankl plasmara en su archiconocido ensayo de El hombre en busca de sentido, de no ser por la traumática experiencia a la que, oficialmente de manera, dícese, transicional, nos ha sometido un poder omnímodo y globalizador que busca en todo beneficiarnos, ser indulgente, a cambio del menor sacrificio deseable por nuestra parte bajo promesa de mantenimiento de un “bienestar” garantizado en las conocidas cotas alcanzadas por los países desarrollados anteriormente a la crisis establecida sobre la falsa premisa de una recuperación de la estabilidad financiera y en espera de la que se nos vaya a anunciar tras la sanitaria que padecemos.

Cuando la tragedia se cierne alrededor de nuestra existencia, aun lejana de la forma en que lo hiciera en la experiencia biográfica del fundador de la logoterapia que fuera confinado en Auschwitz, y por tanto a día de hoy en absoluto equiparable con nuestra reclusión, bien pudiera convenir, no obstante, la toma en consideración de lo escrito por aquél en tan vital tesitura: “El hambre, la humillación y la sorda cólera ante la injusticia se hacen tolerables a través de las imágenes entrañables de las personas amadas, de la religión, de un tenaz sentido del humor, e incluso de un vislumbrar la belleza estimulante de la naturaleza: un árbol, una puesta de sol”.

Tal vez por ello, resulte tan alarmante la naturalidad con que se asumido la inhumana suspensión de todo aquello que hace de nuestra cultura contar con un alma, como es el caso del acompañamiento y la despedida de un ser cercano en trance de hacerlo. Es como si de una nueva prueba de estrés se tratara teniendo como objeto ya no a un medio de la intersubjetividad afectada en la anterior crisis como pudiera ser el de la economía o del dinero, sino al ser mismo de un sujeto a todas luces tratado como objeto; efecto colateral de un fuego amigo que en ocasiones viene a consistir la práctica preventiva de un malentendido higienismo tantas veces ensayada en el discurrir de los tiempos, se nos dirá. Lo que en modo alguno resta el poder calificarla, al menos en los aspectos relacionados con el aislamiento, por muy necesario y hasta imprescindible que sea, de inhumana y antisocial. Realmente resulta pertinente concluir a la manera como lo hizo Frankl en el mencionado ensayo recordando que: “El ser humano no es una cosa más entre otras cosas; las cosas se determinan unas a las otras; pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante”.

Nuestra sociedad, por extensión, puede estar aquejada de un síndrome como el que René Spitz observara para los niños hospitalizados en una de las fases imprescindible para el desarrollo de la personalidad. El hospitalismo, en su versión más generalizada, ya se sabe, resulta ser la alteración de la salud debido a un largo confinamiento clínico. Especialmente a determinada temprana edad, si se sobrevive, las consecuencias que pueden derivarse son principalmente aquellas relacionadas con la capacidad de socialización del adulto debida a la carencia afectiva que sufriera en momento dado. Lorenz argumentaba que dentro del pensamiento cientificista y technomorph, puesto en cierta forma en entredicho por la crisis pandémica, cuyo rasgo más característico es el olvido de tratar a los humanos como seres vivientes que son, prevalece con demasiada frecuencia un profesionalismo basado en la mensura, en la profilaxis y, finalmente, en la estadística. Este mundo fundamentado en el predominio de la ciencia y de la tecnología muestra cada vez más explícitamente la necesidad de contar con una sociedad permanentemente hospiciada, asilada, desde el nacimiento en la maternidad, pasando por la guardería como preludio del ciclo formativo profesional y universitario, continuando por el quehacer fabril-administrativo, cuyo dominical intervalo vacacional vuelve a estabular en las diferentes modalidades creadas con tal propósito por la industria turística, domicilia la cotidianidad en la forma mayoritaria de una colmena, hospitaliza al enfermo y geriatriza al anciano, terminando por tanatorizar su despedida, esta sociedad, decíamos, del compartimento estanco a la hora de la verdad no es tan diferente de la realidad expuesta por la traumática experiencia de un confinamiento obligado dada la alarma sanitaria creada. Esta sociedad, en definitiva, lo que realmente necesita es recuperar algo de esa humanidad perdida.

El autor es escritor