a pandemia de covid-19, además de una terrible y a veces abrumadora realidad presente, nos recuerda nuestra vulnerabilidad frente a los patógenos causantes de enfermedades infecciosas (los virus, las bacterias, los hongos, etc.). Hasta ahora, los recuerdos de esa vulnerabilidad estaban guardados en los libros de historia, a menudo olvidados en estanterías de bibliotecas, por desgracia poco concurridas, que nos relataban las devastadoras consecuencias de temibles plagas y pandemias como, por ejemplo, las conocidas pero quizás irresponsablemente olvidadas peste negra y gripe española. Esas mortíferas plagas diezmaban rápidamente ciudades enteras y aniquilaban ejércitos sin compasión. Un pasado aterrador, por suerte pretérito.
Pero llegaron los avances en materia de higiene y saneamiento, el descubrimiento de eficaces antimicrobianos (antibióticos, antifúngicos, antivirales, etc.) y el desarrollo de milagrosas vacunas que nos permitieron encerrar esos desagradables recuerdos en el baúl de objetos del pasado. Gran parte de la sociedad pensaba que nuestra guerra contra los patógenos estaba superada. Un presente acogedor, pensábamos, epidemiológicamente hablando.
De vez en cuando, la realidad nos recordaba nuestra vulnerabilidad pero no parecíamos tener motivos suficientes para alarmarnos, al fin y al cabo, los patógenos aparentemente solo causaban estragos en continentes olvidados (la malaria), a colectivos específicos (el sida), o apenas se diseminaban desde aquellos países lejanos en los que brotaban (el SARS).
No obstante, los científicos llevaban décadas intentando ser escuchados para alertarnos del riesgo global de una pandemia como la que estamos padeciendo angustiosamente en este momento. Los científicos nos hablaban del alto riesgo de “saltos” de virus animales a humanos, de la aparición frecuente y muy preocupante de bacterias multirresistentes o incluso panresistentes a los antibióticos, de la detección creciente de hongos resistentes a los antifúngicos, etc. Pero no escuchamos y, trágicamente, llegó covid-19. Un presente diferente al que pensábamos, un presente inesperado, no por ello no anunciado.
La realidad presente es que, excluyendo escenarios apocalípticos asociados a una guerra nuclear mundial (una eventualidad, por suerte, mucho menos probable en el presente que en un pasado relativamente cercano), un potencial impacto con un meteorito o cualquier otro evento catastrófico similar a escala global, todos ellos verosímiles pero muy improbables, es difícil pensar en una amenaza más real capaz de diezmar a la población mundial en pocas semanas o meses que no sean los citados patógenos. Como estamos tristemente observando, hay patógenos que tienen la capacidad de diseminarse por todo el planeta en semanas aprovechando nuestra globalización, causando numerosas muertes y, simultáneamente, dañando drásticamente nuestra economía con una celeridad turbadora sin precedente.
Si queremos confinar a covid-19 y otros enemigos similares en el baúl de los recuerdos, debemos enfatizar, una vez más, la imperiosa necesidad de: uno, invertir en ciencia a largo plazo, en concreto pero no exclusivamente en aquellas ramas dedicadas a la detección, temprana y fiable, y el control eficaz de enfermedades infecciosas, prestando especial interés a la presencia y diseminación de patógenos resistentes a los tratamientos conocidos (e.g., bacterias resistentes a los antibióticos), así como a la búsqueda de nuevos tratamientos (nuevos antivirales, nuevas vacunas, etc.); dos, apoyar con fuerza el sistema público de salud que, en esta crisis, ha demostrado una vez más su indispensabilidad y criticidad; tres, volver a incorporar a nuestra rutina aquellas medidas de higiene que descuidamos en su día al perder el miedo a los agentes infecciosos; y cuatro, alfabetizar a la población en microbiología, pues todos debemos conocer lo mejor posible esos diminutos organismos con que convivimos a diario, a veces en paz a veces en guerra.
Albert Einstein dijo: “No sé cómo será la III Guerra Mundial, solo sé que la IV será con piedras y lanzas”. Si estuviese entre nosotros, es posible que ya supiese la respuesta: la III Guerra Mundial se va a combatir (se está ya combatiendo) en los laboratorios, en las universidades, en los centros de investigación, en los hospitales, etc. y nuestra arma más poderosa y determinante para la victoria final se llama ciencia. Sin duda, la ciencia, siempre acompañada por la ética, es nuestra principal aliada en esta guerra y muchas otras similares que amenazan nuestra supervivencia y bienestar. Si no la apoyamos, mucho me temo que habrá que empezar a buscar piedras y lanzas.
El autor es responsable Científico de Neiker