l 23 de marzo de 1919, hace 101 años, se fundaron los Fascios de Combate en la piazza San Sepolcro de Milán. Antonio Scurati, autor de M. El hijo del siglo (Editorial Alfaguara, 2020) relata la historia novelada del ascenso al poder del fascismo italiano que así comienza: “Nos asomamos a la Piazza del Santo Sepulcro. Cien personas escasas, todos hombres de esos que casi no cuentan. El escenario está vacío, inundado por millones de cadáveres, una marea de cuerpos -hechos papilla, licuados- llegados de las trincheras del Carso, del Ortigara, del Isonzo. Estamos sentados sobre la pila sagrada de los muertos (de la I Guerra Mundial)”. Benito Mussolini toma la palabra, es de fuerte constitución física, aunque padezca sífilis. Esta robustez que le caracteriza le permite trabajar sin parar. ¿Quiénes son los fascistas? ¿Qué son? Benito Mussolini, su ideólogo y organizador, considera el interrogante ocioso. Lo importante es ser algo que permita evitar los obstáculos de la coherencia, el lastre de los principios. Ya no hay ni izquierdas ni derechas. Solo se trata de alimentar ciertos estados de ánimo que afloran en este crepúsculo de la guerra. Ellos no prometen nada y mantendrán su promesa. Donde hay que poner todo el énfasis, en cambio, es en la acción. Ya lo había dejado dicho el poeta Gabrielle D’Annunzio, el Juan el Bautistaque anunciaba la llegada del fascismo: “Es necesario que la nueva fe popular prevalezca, por cualquier medio, contra la casta política que intenta prolongar por todos los medios formas de vida discapacitadas y dignas de desprecio”. En poco tiempo, la imagen de la clase política como una “casta” -calificativo posteriormente importado por el peronismo argentino, primo de izquierdas del fascismo italiano- privilegiada y separada de la sociedad, comienza a arraigar en el tronco del descontento popular con la misma rapidez que la de la “victoria mutilada” (Italia estaba entre las potencias victoriosas de la I Guerra Mundial, con altísimo precio de vidas humanas y ningún beneficio político). Ese fue el magma tóxico en el que fermentó el fascismo. Su consecuencia: la democracia es vulnerable, el Estado liberal puede ser abatido.
Este mensaje corrosivo convence a personalidades de distinto signo como Arturo Toscanini, celebérrimo director de orquesta y activo miembro del Fascio milanés, el dramaturgo Luigi Pirandello o Vilfredo Pareto, sociólogo de nivel internacional quien, desde Ginebra, entusiasmado, saluda a la nueva Italia con una frase que parece un ¡por fin! “Los italianos aman (hasta ahora) las grandes palabras y los hechos pequeños”. Los principales industriales del norte de Italia, con Alberto Pirelli a la cabeza, pronto extenderían cheques para financiar el nuevo movimiento. Pero, no nos engañemos, la base social del fascismo no volaba por las alturas de la lírica, la teórica o la riqueza. Las masas que lo llevaron al poder eran los empobrecidos tras la guerra, los atemorizados por el socialismo y el comunismo, la pequeña burguesía que luchaba por sobrevivir.
Tras su presentación en Milán, fue en el valle del Po donde el fascismo creció y se multiplicó. A lo largo del Valle del Po se despliega la mayor llanura del sur de Europa, una región muy fértil, de cultivos intensivos y muy alto rendimiento. La población jornalera conseguía emplearse un promedio de 120 días al año, por lo que necesita salarios altos para no morir de hambre en los meses inactivos. El Partido Socialista -los comunistas no se habían escindido aún- era todopoderoso. Controlaba las Cámaras de Trabajo (la contratación de jornaleros), las Casas del Pueblo y el poder municipal; disponía de medios de comunicación propios y no escatimaba el uso de una violencia primaria y ancestral para aumentar su cuota de poder. Allí, los pequeños burgueses llenos de odio estaban dispuestos a besar el zapato de cualquier nuevo patrono siempre y cuando se les brindase también a ellos alguien a quien pisotear. Desde la triunfante revolución rusa, Trotski insistía en enfatizar los rasgos peculiares del fascismo italiano a causa de la inaudita movilización de la pequeña burguesía contra el proletariado. La tesis de la violencia contrapuesta a la violencia se dio por buena y los moderados consideraron a los fascistas como un agente patógeno, virulento pero necesario por razones supremas de supervivencia del organismo social.
La política se transforma en una guerra civil contra los adversarios, presentados como enemigos de la nación. La violencia ha de continuar en grado suficiente para que los viejos burgueses idiotas entiendan que no se puede prescindir de los violentos. Así es como funciona la violencia, el hermano tonto de la política. Los propios socialistas contribuyen por omisión al negarse a sumarse en una coalición de gobierno con los partidos capitalistas; prefieren denunciar una vez más la impotencia del Estado ante los criminales en lugar de fortalecerlo al precio de un compromiso. La camisa negra, que era la ropa ordinaria del trabajador de Romaña y que se convirtió en el uniforme del soldado de la revolución, comienza a ser prenda de uso a la moda. Ya son decenas de miles los que se encuadran en las filas fascistas, violentos porristas, asesinos de campesinos. La igualdad social es el regalo de la experiencia fundamental de matar juntos. El movimiento fascista que había nacido como antipartido, anticlerical, socialista, revolucionario, republicano, se ha transformado en un partido conservador, monárquico, armado con su propio ejército, aliado con la clase dirigente.
“El puñetazo es la síntesis de la historia” proclama Mussolini y lo que queda de la institución democrática se dispone a vivir una vida a crédito. Después de una parodia de marcha sobre Roma de varios miles de fascistas (27 a 29 de octubre de 1922) -Mussolini la hizo en tren-, el rey Victor Manuel III le acaba entregando el poder. Pero la revolución fascista no derriba de una sola vez y en su conjunto esa delicada y compleja maquinaria que es la administración de un gran Estado; avanza por grados, por piezas. Primero, divide al resto de partidos mediante el recurso de dar acceso a su lista electoral a políticos de la oposición más cercana deseosos de mantener su escaño a toda costa. Quienes no están dispuestos a dejarse comprar se mantienen en fracciones cada vez más reducidas. Moraleja: muchas oposiciones, ninguna oposición. Los otros, quienes mantienen que el desprecio monolítico por el fascismo es una línea de dignidad y coherencia de la que no deben desviarse, acaban en el exilio, como el sacerdote siciliano Don Sturzo, que había fundado el partido de los católicos (luego Democracia Cristiana) el mismo año de 1919 y por quien Mussolini sentía un hastío insuperable que rozaba la repulsión física.
Mussolini admiraba la despiadada energía con la que Lenin, en la fase naciente del Estado comunista, no dudó en autorizar a la Checa, la policía secreta rusa, para que recurriera a métodos de terror, así que quienes optan por permanecer en Italia haciendo firme oposición, como el popular sacerdote Giovanni Minzoni o el diputado socialista Giacomo Matteotti, sellaron con sus cuerpos brutalmente asesinados el fin de las libertades. Para otros, su destino final fue la cárcel, donde murió Antonio Gramsci, el mayor teórico marxista de la época.
El 24 de mayo de 1924, el fascismo obtiene 4.650.000 votos en las elecciones. Dos italianos de cada tres han votado a favor de la lista nacional del Fascio. Italia, tras ser conquistada primero, ahora se ha sometido al Duce. Matteotti publica Un año de dominación fascista. Enumera las palizas, los incendios, los asesinatos por decenas, a centenares, a miles. Incluye listas de malversaciones en perjuicio del Estado no menos detalladas que las elaboradas para los crímenes sangrientos. Entre abucheos y amenazas de la mayoría parlamentaria, defiende desde su escaño la verdad de su libro. Cuando termina su alegato, dice a los compañeros de bancada: “Yo he pronunciado mi discurso. Ahora a vosotros os toca prepararme la oración fúnebre”. Días después, el 10 de junio, es asesinado por los chequistas de Mussolini.
Desde Ginebra, el gran estudioso Vilfredo Pareto escribe a Mussolini: “O ahora o nunca”. Mussolini responde: “El poder no emana directamente de la voluntad del pueblo. Se trata de una ficción. El pueblo, por sí mismo, no está en condiciones de ejercer directamente la soberanía, solo puede limitarse a delegarla. Esta es la última vez que se celebran elecciones. La próxima vez votaré yo por todos”.
Así fue hasta su final, pues el fascismo nunca da segundas oportunidades. Ejecutado por orden, entre otros, del entonces partisano socialista Sandro Pertini, luego presidente de Italia desde 1978 a 1985. Deformado por el impacto de siete tiros, fue colgado, boca abajo, junto con su amante Clara Petacci, en la piazza Loreto de Milán, a unos seis kilómetros de la del Santo Sepulcro, donde inició su carrera asesina.El autor es abogado