nunca me ha importado cumplir años. Desconozco si detrás de esta confesión existe un síndrome de Peter Pan, quién sabe… A lo largo de mi vida, me he maltratado en busca de un cuerpo que no tengo ni tendré, eso lo reconozco. Y admito también que, a veces, sigo escuchando esa vocecita que se empeña en estar más pendiente de cómo me ven los demás a cómo me veo yo a mí misma. Pero la edad, lo que es la edad, me sigue dando igual. Al menos de momento. Cuando alguien me recuerda que han pasado 20 años desde no sé qué, pareciera que habla de otra persona que no soy yo, aun sabiendo que, obviamente, lo soy, con 20 años más. Soy consciente de cómo me miran las veinteañeras, de que las niñas me llaman señora, sé que tengo más arrugas, pero convivo bien con ellas. Sólo hay algo que llevo fatal y que es un innegable síntoma del paso del tiempo: sin mis gafas no soy nadie, porque sin ellas no veo nada de nada. Todo se precipitó al dar a luz y ya no hay vuelta atrás. Yo soy de las que, al levantarse, todavía con la legaña, busca a tientas las gafas en la mesilla para ubicarse en el nuevo día. Mis hijas me traen un cuento en una mano y mis gafas en la otra porque ya saben que, de lo contrario, no hay lectura posible. Les hace mucha gracia, por cierto. Y con ellas bromeo y les cambio el nombre cuando me las quito y se parten de risa. Yo menos. Porque mis problemas con la vista, aunque seguramente, como dice una amiga mía, me colocan en el lado de las que ya hemos dado la vuelta al jamón, a mí lo que me dan es una rabia de la pera. Pero no quiero dejarme llevar por la agonía de la senectud, dado que es algo inevitable. Además, la gran ventaja de poder ponerme y quitarme las gafas es que, precisamente, mis arrugas no se ven pero sigue distinguiéndose a esta mujer que soy yo y que se reafirma en mantener esta visión de sí misma que tanto me gusta. Por fin.
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