es evidente que la banca es uno de los sectores más poderosos del sistema, si no el que más. Basta con que los bancos estornuden para que todos nos aprestemos a desprendernos de nuestras medicinas, mantas, toda la ropa de abrigo, incluso luz y calefacción, aunque vivamos (o agonicemos) en el más crudo de los inviernos. Antes de la última crisis, diría que se trataba de una rama respetada e incluso admirada. Pero llegó el gran cataclismo -provocado en gran medida por la misma Banca- y las cañas se tornaron lanzas. El paraguas que se abría sonriente ante nosotros mientras lucía el sol se cerró inmediatamente en cuanto comenzó a llover. De nada sirvió privarnos de nuestro pan para pagarle sus deudas. Inmisericorde, cerró el grifo a empresas y particulares, desahució como si no hubiera un mañana, dejó de ser, en definitiva, la herramienta que todos creíamos imprescindible para nuestro bienestar. Más tarde, remitió la recesión, o eso dicen, y los bancos volvieron a mirarnos con indisimulada simpatía, quizá conscientes de que aún nos necesitan para que su negocio prospere. Pero ¡ay amigo!, un error del Tribunal Supremo les ha vuelto a desenmascarar. “Que paguen”, claman ahora los políticos, por cierto, el último sector por ahora intocable.
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