después de la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de que en la propia Europa ha habido desde entonces unas cuantas dictaduras militares o unipersonales, el fascismo no tuvo apenas predicamento como ideología, al principio porque la gente había escarmentado y luego porque no lo necesitaba. El término sobrevivió, manoseado, pero perdió todo su significado. Luego, como en el 29, llegó la crisis. Las izquierdas no burguesas se dedicaron a denunciar lo malvados que eran los mercados, sin bajar a lo concreto ni afrontar los problemas, sin hacer nada, salvo honrosas excepciones, mientras el fascismo se apropiaba de su agenda y ofrecía a las clases populares soluciones a la desigualdad tangible, cotidiana y real; soluciones falsas y genéricas al principio, como en el caso de la inmigración, pero cada vez más concretas y sólidas en lo social. Esto lo ha intentado explicar Anguita con más voluntad que éxito. La socialdemocracia y las derechas, por su parte, se vendieron al capitalismo financiero sin percatarse de que el dinero, cuanto más concentrado, menos abarca en los colegios electorales. Trump y los trumpitos que van surgiendo como champiñones, azuzando el odio y el miedo al enemigo, sea el que sea, no son más que el producto de toda esa miopía.