Angela Merkel se va. Como una explosión controlada, por sorpresa pero forzada por los acontecimientos -el progresivo deterioro electoral evidenciado con crudeza en las regionales de Baviera y Hesse y la debilidad de su Gobierno, azotado por las tensiones internas-, Merkel anunció el lunes que no optará a la reelección como presidenta de la CDU en diciembre y que el actual (que oficialmente debería acabar en 2021) será su último mandato como canciller. La paradoja es que Merkel, bandera de la austeridad en los peores tiempos de la crisis económica, cuando el euro se tambaleó al son de la quiebra griega y de los naufragios de España, Portugal o Irlanda, aquella Merkel cae en buena medida pagando ante su electorado por su política de inmigración y de acogida -excesivamente generosa a juicio de muchos de sus votantes- en los momentos más críticos de la crisis de refugiados. Mientras en Alemania se hunden las siglas clásicas de la CDU y de su socio, la CSU, así como la socialdemocracia del SPD, crece la extrema derecha de la AfD. Y con Merkel, probablemente, se irá una de las escasas voces de peso con cierta vocación europea -no sé si europeísta- que queda en la UE, en pleno Brexit, con Italia embarcada en su órdago a Bruselas o con la Francia de Macron lejos de liderazgos en clave europea.
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