Supongo que, al final y tras recapacitar un poco, se creerán de la misa, la mitad. Me lo tengo bien merecido por novelar en exceso los pormenores del día a día de un sirviente de este negociado de juntar letras. Pero, pese a ello, me veo en la obligación de reseñar en este breve espacio literario una circunstancia que, como el resto de las que acaban en este pequeño cajón de sastre (léase, desastre), me tiene perplejo. Me refiero al hecho significativo de aquella gente que es capaz de seguir a un autobús de línea en su peregrinar por las calles de la capital alavesa en busca de su destino en las inmediaciones del campus universitario para beneficiarse de la gratuidad de su wifi interno. No. No exagero. He sido testigo de semejante proeza. Me ocurrió el otro día mientras esperaba junto a un semáforo para pasar la calle en busca de algo con lo que apaciguar mi hambre. Fue entonces cuando una joven empezó a revolver en su bolso con saña hasta dar con el móvil para, ipso facto, conectarse a la red inalámbrica del autobús que, por aquello de la agilidad viaria de la Avenida Gasteiz, se encontraba paralizado entre una marabunta de vehículos. La sonrisa de satisfacción de la usuaria externa duró apenas 30 segundos, pero mereció la pena observarla.