Sí. Ha sucedido así. De pronto. Sin mayor detonante que el inexorable día a día. Sin catalizador. Digamos que de forma espontánea o, quién sabe, por saturación. El caso es que estaba yo plácidamente apostado frente al ordenador en el que acostumbro a verter mis penurias mentales, ésas que acaban publicadas en este pequeño reducto consagrado a desgracias propias y glorias ajenas, cuando he caído en la cuenta de que esta ciudad se me antoja muy complicada. Tal circunstancia se ha traducido ipso facto en un episodio de angustia vital que, me temo, sólo podré doblegar tras la ingesta de varias dosis de algún mejunje etílico con propiedades curativas (o amnésicas, si es que no acierto con la gestión de la posología). Escribo esta sarta de inconcreciones porque, pese a estar presuntamente al pie de la noticia en cada uno de los días en los que no me toca vegetar en mi sofá, empiezo a sufrir para entender a este terruño gasteiztarra y a quienes se encargan de morar en ella, cada uno, según sus criterios y apetencias, convirtiendo a esta urbe en una especie de Torre de Babel en la que nadie es capaz de entender a su convecino y, lo que es peor, tampoco se hace nada para evitarlo, estancando así el progreso común. En fin, será que me estoy haciendo un descreído en toda regla.