una veintena de personas han muerto este año en Euskadi mientras trabajaban o iban al trabajo, y aunque en los últimos días el asunto es tema de conversación en Gasteiz porque hemos tenido dos accidentes fatales casi consecutivos en la ciudad, el resto del año el goteo de tragedias pasa escandalosamente desapercibido, no ya para los agentes concernidos, que trabajarán más o menos para acabar con una situación absolutamente inaceptable, sino para la gente. La sociedad asume que morir en el trabajo es una especie de lotería, una realidad con la que se convive y contra la que no cabe actuación alguna, a la que no se pone rostro, con la que no llegamos a empatizar. Un peaje ineludible, como las muertes en la carretera, que por cierto tampoco son una condena bíblica, sino el fruto de una conjunción de factores sobre los que se puede influir. Cuando un operario fallece aplastado por una máquina o una repartidora se cae de la moto hay detrás un padre que ha perdido a su hija y una madre que ha perdido a su hijo. Cuando a alguien se le rompe la uralita bajo los pies deja huérfanos detrás que no reciben ningún tipo de atención especial por parte de las administraciones ni tampoco el calor de una sociedad que contempla su tragedia como una fatalidad inevitable. Y sí, es evitable, tiene que serlo.
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