Les ruego que me perdonen esta frivolidad, pero hoy voy a escribir sobre cosas que, en principio, pueden parecer serias. Ya sé que ello emborrona mi historial en este espacio, hasta la fecha, impoluto de veracidad y totalmente carente de mordaz crítica social. Pero, algún día tenía que ocurrir. Y aquí estamos, con el ánimo dispuesto para embarrarse con la polémica de la cruz de Olarizu. Tras muchos días dándole vueltas al asunto, y con las neuronas a punto de caramelo, se me ha ocurrido que en esta ciudad hay cosas que, una vez alcanzado el rango de símbolo, se convierten en intocables. Escribo esto porque estoy seguro de que la inmensa mayoría de los gasteiztarras es capaz de encadenarse al crucero de la discordia para evitar un eventual derribo sin ni siquiera saber un mínimo de su génesis y menos de su historia. Pero eso, me temo, que en este caso, es lo de menos. Independientemente de quién tenga razón en sus declaraciones, en sus apuestas y en sus impulsos, a los vitorianicos nos encantan las pequeñas cosas que definen el hecho diferencial gasteiztarra, independientemente de todo los demás. Ello explicaría que la ciudad entera, sin medias tintas, haya terciado en un tema que levanta pasiones y que amenaza con crucificar a más de uno.