la fulminante dimisión de la directora de Trabajo que legalizó un sindicato de prostitutas tiene algo de positivo, dentro de lo vistoso que resulta mandarles callar y decidir por ellas que todo siga como está. Tiene de positivo que arroja luz sobre la reclamación de los derechos efectivos de las personas más allá de moralinas y discursos abstractos tan elevados que no tocan el terreno y que, como el papel, lo aguantan todo. Llevarse las manos a la cabeza cuando las prostitutas pretenden organizarse es huir hacia adelante, pues la prostitución es un nicho de esclavitud, entre otras muchas razones, porque no es ni legal ni ilegal, y en ese limbo permanecen atrapadas miles de mujeres sin que quienes tienen la capacidad para tomar medidas, más allá de las policiales, se atrevan a meterle mano al asunto con audacia. Escuchémoslas y luego ya abordaremos un debate ético demasiado complicado como para solventarlo con un par de brochazos, y que no va a la raíz del problema, porque aquí el problema es la explotación de la mujer, el proxenetismo, el tráfico de seres humanos, muchas veces menores. El problema es la dejación por parte del Estado de su responsabilidad hacia un sector desamparado, marginado y sumido en la sordidez por la misma sociedad que lo mantiene vivo y a pleno rendimiento.
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