los libros son el mayor legado que la Humanidad se ha dado a sí misma, porque sellan para la eternidad el don que realmente nos diferencia del resto de los animales, la palabra, inevitablemente efímera hasta hace bien poco. Los libros acompañan en la soledad, sacian la sed del curioso, nos sumergen en infinitos mundos sin más límites que la imaginación, traen hasta nuestros días las desventuras de un viajero griego de hace tres mil años y las conspiraciones del poder en la antigua Roma, explican el dualismo platónico a través de las desternillantes peripecias de un ingenioso hidalgo y su pragmático escudero, y dan fe tanto de que la tierra es redonda como de que hubo un tiempo en que afirmarlo te podía costar el pellejo. Una lectura buena de verdad transforma las horas en minutos, atrapa a su víctima y le priva de la playa, de la familia, hasta de comer; le persigue cuando va al baño y cuando se acuesta, le fuerza a echar los macarrones a la cazuela con una sola mano. Sin embargo, los libros no son nada si no sabemos emerger a la realidad de la que se nutren. Digo esto porque el martes iba yo corriendo por el Prado para bajar los michelos del verano cuando me crucé con un tipo que devoraba uno, sin duda muy interesante, mientras montaba en bicicleta. Tampoco hay que pasarse.
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