Ah, yes, Astaná, ¿Azerbaiyán?, le pregunté a la pequeña, que me miró como pensando; ¿pero qué dice este gilipollas? Me salvó del ridículo que no había más testigos que mi niño, que dijo que iba a practicar inglés y le saludó con un hola, qué tal, soy Iker; y que la chavala pasó enseguida de los dos gañanes que le daban la vara en la piscina. No era de extrañar, pues cien metros más allá se veía el mar, de un espectacular azul verdoso aquella mañana, y la cría provenía del país más grande del mundo sin litoral marítimo propiamente dicho, Kazajistán. He de decir en mi descargo que ya antes de terminar mi estúpida intervención algo me decía que me estaba equivocando de república exsoviética, que vía Google salí inmediatamente del error y que desde siempre he diferenciado perfectamente Suecia de Suiza y Eslovenia de Eslovaquia. Algo saqué en limpio, además, al margen de ampliar mi cultura geográfica. Que a pesar de la globalización, los seres humanos siguen siendo diversos en la igualdad, que aun ejerciendo de protomillenial relativamente viajado me queda, nos queda, mucho que ver; que no hay que mirar por encima del hombro al guiri que pide sangría en una txosna, y que hay todo un mundo por descubrir más allá de donde llega Ryanair.