protestar vuelve a estar de moda. Afortunadamente. Porque pareciera que, a raíz de la crisis, la sociedad se había acongojado y agachaba la cabeza conformándose con conservar el trabajo, aunque fuera mísero, y conseguir comer y dar de comer todos los días. Esa maldita crisis y la gestión de la misma por parte del poder nos había retraído hasta el punto de que vivíamos atenazados por el miedo, incapaces de esbozar siquiera un rictus de disgusto a medida que nos cercenaban derechos y libertades. Tuvieron que ser los más mayores los que abrieran la espita exigiendo mejores pensiones. Ellos desbrozaron el camino a policías, taxistas... El cambio de gobierno también ayuda, que las mayorías absolutas se asemejan peligrosamente a las dictaduras aunque a veces lo olvidemos. Curiosamente, las protestas han generado respeto, mejoras. Los más jóvenes no protestan por sus derechos laborales, todavía, quizá demasiado protegidos y mimados por sus abúlicos progenitores. Pero sí se echan a la calle, no obstante, contra los imbéciles que siguen anclados en esas no tan lejanas épocas donde los hombres se creían superiores a las mujeres. No está mal, aunque no es suficiente. Protestar no es solo conveniente sino necesario para avanzar.