Trabajar en fiestas de La Blanca es como sufrir un picor incontrolable en esa zona de la espalda a la que es imposible llegar por méritos propios. Pese a que mi DNI desvela una edad en la que debería estar curado de espanto a estas alturas del año, lo cierto es que cada vez que Celedón anuncia al gentío que es momento de disfrutar a lo loco y a lo grande, un nosequé y un queseyó me empiezan a recorrer las arterias y las terminaciones nerviosas hasta provocar una sensación única que es muy difícil de combatir. Me imagino que será una sintomatología generalizada entre los gasteiztarras. Una suerte de pandemia que, tras prescripción médica, he logrado controlar a base de sorbos de cerveza, uno cada ocho horas, y mediante sesiones de trikitixa, esto sólo para cuando lo anterior ya no funciona. Y ya me ven, como una rosa en mi puesto de trabajo contemplando desde los ventanales de la redacción cómo desfilan las cuadrillas de blusas y neskas junto a sus txarangas y cómo se lo pasa el resto de la ciudad deambulando de actividad en actividad y de ambiente en ambiente. Los únicos efectos secundarios que sufro con el tratamiento consisten en un castañeo dental que sólo se me pasa cuando logro pisar el suelo de la calle y disfrutar de La Blanca.