Mi cara de pasmarote mayor del reino tiene tendencia a delatarme. Cada vez que me enfrento a una situación insospechada, mis facciones acostumbran a distorsionarse para conferir a mi fisonomía facial un toque entre cómico y patético que, según las circunstancias, no ayuda en absoluto a que la gente me tome en serio. En fin, supongo que cada uno tiene que rumiar sus penurias en silencio. Eso, precisamente, es lo que he hecho hace apenas unas horas cuando, sin comerlo ni beberlo, me he topado con uno de esos raro momentos. Verán, circulaba yo con la parsimonia habitual que rige mi vida a bordo del utilitario en el que suelo desplazarme cuando, ante un semáforo, tuve que reducir la marcha. Transcurrió apenas un segundo, pero fue suficiente para comprobar que a mi vera descansaba ya un vehículo clásico con cuatro religiosas en el interior, todas ellas, escrupulosas con los rigores de su orden, al menos, en la uniformidad. En el momento en el que el disco cambió de color, las monjas no necesitaron ni un segundo para poner asfalto de por medio y dejar a la vista una pegatina de una bruja subida a su escoba que decoraba la trasera de su coche. Aún creo que mi cara sigue con ese rictus de incredulidad que amenaza con acompañarme toda la jornada. He de acostumbrarme a la gente sin complejos.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
