Hubo un tiempo en que Euskadi fue tropical. También Catalunya fue un oasis. Las cosas cambian, nos hacemos mayores, todos cambiamos. Dicen, no nos despistemos, que el tropicalismo vasco tenía menos que ver con el tema climatológico. Y sí. No sé qué pasa por estas latitudes con los fenómenos meteorológicos, climáticos y demás, pero nos encanta transmutarlos en definición política, cultural, social o lo que se tercie. Me vuelvo a perder. Antes el verano era aquel par de días tontos y asfixiantes entre el invierno primaveral y el invierno otoñal -querido R.R. Martin, a nosotros no nos amenazaba el invierno, vivíamos en él-; este año el verano son esas horas que transcurren entre un apocalipsis de rayos y el siguiente armaggedon de granizo. Mordor debía de parecerse bastante a lo que se veía el domingo por la N-1 atravesando la Llanada hacia Gasteiz, ver como las gruesas nubes, en todas las tonalidades de gris, del pizarra al marengo hasta alcanzar el casi negro, emborronaban el horizonte rotas solo por latigazos de luz mientras una cortina de agua y granizo cubría todo lo demás. El tiempo, ese socorrido tema de ascensor convertido en categoría principal. Algunos relacionamos la infancia con expresiones como verano azul. También el tiempo, redundante, nos recuerda que el otro tiempo pasa y que todo cambia.
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