Me imagino que la cara de susto que puse el pasado domingo fue compartida por una parte del vecindario en el que se ubica la redacción de este medio en el que, sin remedio posible, al menos, de momento, me dejan relatar mis neuras. Verán, estaba yo aquella tarde enfrascado en mis quehaceres diarios de un día de labor cuando la noche se adueñó de la jornada y empezó a caer del cielo todo tipo de elementos con una virulencia casi extravagante. El ruido del granizo contra la chapa de los vehículos, la cortina de chubascos que impedía ver más allá de mi lustrosa nariz, las ramas quebradas en el suelo zarandeadas por el viento y la sensación de la insignificancia humana ante las calles y garajes anegados mezclaron adecuadamente para imponerme una sensación de terror atávico difícil de espantar. Casi en estado de shock, el resto de la redacción reeditó mi comportamiento y empezó a adocenarse frente a las ventanas para contemplar aquella expresión de la naturaleza. Entonces empecé a entender la insistencia humana en parlotear con frenesí del tiempo en los ascensores o junto a una barra de bar. Es la fórmula de relación más directa para empatizar con un semejante cuando las condiciones se transforman en hostiles.
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