No lo voy a negar. Ver en la televisión las imágenes de los barcos de las ONG salvando al personal de morir ahogado en las aguas del Mediterráneo me disturbia el alma y los intestinos. Es evidente que a la gente que se atreve a jugarse el pellejo como lo hacen los migrantes que buscan arribar a buen puerto en Europa sólo le queda echar un órdago a la vida porque en sus países de origen sólo queda hambre, guerra y muerte. Aún así, mis remordimientos éticos respecto a esta situación no obedecen a un acto de contrición de carácter buenista ni a una meditación profunda sobre las nefastas consecuencias de la política colonial europea sobre el pasado, el presente y el futuro de las tierras que en su día formaron parte de buena parte de los imperios del viejo mundo. Lo que realmente me altera es que tengan que ser las embarcaciones privadas fletadas por Organizaciones No Gubernamentales las que se dediquen a dar asistencia y refugio a las gentes que se encuentran en medio del mar aferrados a cayucos, pateras y cualquier otra superficie flotante. A ciertos países ribereños les debería dar vergüenza comprobar cómo el Mare Nostrum se ha convertido en una de las mayores necrópolis del mundo bajo su estricta observación.
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