La verdad es que no sé muy bien cómo defenderme, pero hoy he traicionado mi espíritu ecologista. Verán, en el transcurso de una conversación mañanera en la que he metido el hocico, con el hándicap que tiene tal circunstancia por aquello de lo intempestivo de la hora para alguien como yo, breado en el arte de remolonear junto a una almohada, ha salido a colación la necesidad de cercenar con una motosierra gran parte del arbolado de la Green Capital. Ha sido curioso porque la tentación arboricida ha sido unánime, y les prometo que no había de por medio efectos colaterales derivados de ingestas sospechosas. Según se desarrollaba el intercambio de ideas y pareceres diversos, he descubierto que el origen de semejante inquina reside en la capacidad de según qué vegetales de hinchar las narices al personal con sus secreciones pegajosas. Éstas acostumbran a dejar el coche como si se hubiese enjabonado con una solución de chicle de a peseta mezclado con miel y unas gotas de aceite, y al dueño del vehículo, con cara de pocos amigos. No sé quién es responsable de adoptar según qué decisiones, pero está visto que hay políticas verdes que, por aquello de las circunstancias, se acaban convirtiendo en un marrón para los vecinos.
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