Prácticamente nada de lo que rodea a la sentencia del caso de La Manada, primero, y al auto de puesta en libertad provisional bajo fianza de los cinco condenados en primera instancia, después, tiene demasiado sentido más allá de que, como subrayan quienes saben de leyes, las decisiones se ajustan a la previsión legal exactamente igual que decisiones en sentido contrario también habrían tenido un pleno sostén jurídico. Sigo pensando, desde una opinión que no va más allá de una interpretación social, que el pecado original -por llamarlo de algún modo- en este proceso judicial que flaco favor parece estar haciendo a la justicia como valor y como institución del Estado es que el relato de los hechos que estableció como probado la sentencia excede al entender de cualquiera la consideración del tipo penal de “abuso sexual”. Y si, como han apuntado también juristas, esta tipificación es consecuencia de una desfasada redacción del Código Penal, ya tardan Gobierno y Cortes en rectificarlo. A partir de ahí, nada parece tener sentido. Justificar ahora la libertad provisional en que no aprecian riesgo de reiteración delictiva ni riesgo de fuga resulta llamativo teniendo en cuenta que sí se estimaron estos riesgos antes del juicio. Pensar que la prohibición de ir a Madrid protege a la víctima parece, me temo, confinarla.
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