Fue un linchamiento casi inmediato. Sin miramientos. Sin espacio para la cortesía. Con mucha mala leche e inquina. En lo que se tarda en enviar un tuit, los mejores arqueólogos del país especializados en redes sociales ya habían investigado los yacimientos cibernéticos enterrados en la nube y desgranado en lustrosos informes la vida, obra y milagros del por aquel entonces recién anunciado como tal ministro de Cultura y Deportes. A Màxim Huerta le recordaron su pasado, su presente y su presunto futuro, además de su habilidad para opinar de palabra, obra y omisión. Y eso, al parecer, es motivo de censura desmesurada, crítica extraordinaria, mofa general y escarnio público. Abrir el pico o teclear en 140 caracteres cualquier tipo de circunstancia, nimia o capital, es imperdonable para una parte sustancial del casperío patrio. En él acostumbra a residir un perfil de personaje a quien no le sienta excesivamente bien la capacidad que mantienen ciertos humanos de expresar sus pareceres según Dios o la providencia les dé a entender. Cuando descubren que alguien es capaz de valorar, considerar o estimar por sí mismo, se revuelven y actúan, independientemente de las capacidades, programas e intenciones de quien se convierte en su objetivo.