En este momento, me gustaría echarme a la cara a Orfeo, hijo del rey de Tracia y de la musa Calíope. Dicen de aquél que era capaz de cantar y de tocar la lira de una forma tan virtuosa que detenía el infierno y aplacaba la furia de las fieras más salvajes. Al parecer, de aquella leyenda nació el dicho que alaba la capacidad de los acordes musicales para amansar a las fieras. Pero, sin duda, el autor anónimo que ligó ambas cuestiones con gracia literaria no habría abierto la boca ni dejado constancia de semejantes proezas si hubiera asistido a dos horas largas de soniquete tombolero en el corazón de la Avenida Gasteiz. Ha ocurrido esta mañana. Y puedo asegurar que la reiteración machacona de los sones del hit Despacito nacidos de una acordeón es capaz de erizar los pelos del mostacho al más pintado y de crispar el ánimo a un santo varón. Entiendo que el artista itinerante que ofrecía su arte con un grupo de marionetas que danzaban alegremente al escuchar el trastabillado remedo de Luis Fonsi tenía la mejor intención del mundo y el gusto artístico de los más grandes. No obstante, en este momento me gustaría dejar constancia de que el tal Orfeo sentó en su momento unos precedentes que no siempre cumplen con las expectativas. Doy fe de ello.
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