aquello no tenía pintas de pertenecer a este mundo. Y así estaba yo, perplejo, ojiplático, pasmado y atónito, más aún de lo que suele ser habitual, que ya es decir. Mi cara por aquel entonces debía aproximarse a las formas de un poema de rima asonante, y el resto de mi amorfidad vital, a los trazos imperfectos de una obra cubista. El caso es que la situación llegó al punto de la insoportabilidad y el barman decidió tomar cartas en el asunto. “Un euro, sí”. Su voz pareció introducir los matices de la realidad en la escena y, aparentemente, todo regresó a sus cauces. Pagué el café solo y me senté tratando de alejar de mí las paranoias que tienden a acompañar a mi turbulenta existencia. Pero lo vivido era superior a mí. Nada más y nada menos que un precio justo en uno de esos bares de diseño y reputación sobresaliente que aún pugnan por atraer a los parroquianos en el centro de esta ciudad. Ya sé que la cuestión suena a pueril, pero a lo peor es capital, porque mal mirado, si a unos les vale, entonces a otros les sobra. Soy consciente de que este análisis de baratillo no encontrará respaldo académico ni aparecerá acompañado de sesudas estadísticas, pero debería servir como aviso a navegantes: si no hay café para todos, no habrá para nadie. Ernesto Che Guevara dixit.