Estos días de primavera que ni una cosa ni la otra, sino más bien todo a la vez, que ni hace frío ni calor, que tan pronto te cae una tromba de agua que te obliga a tirar de remo en la trainera como asoma un rayo -uno- de sol y te animas tontamente a sacar las bermudas hasta que, claro, te vuelve a pillar la siguiente tormenta. La primavera por estas latitudes, no nos engañemos, es así. Aunque este año me temo que hay cierto ensañamiento. En serio, ¿qué fue de la Euskadi tropical? Y el problema no es que el ciudadano medio esté llegando al nivel experto en avisos amarillos, borrascas, precipitaciones por metro cuadrado, isobaras y demás parafernalia técnico-lingüística-meteorológica. Ni siquiera que la continua sucesión de tormentas esté acentuando ese fenómeno primaveral de desquiciarnos ante el armario que hace que luzcamos combinaciones estilísticas tan epatantes como sandalias con plumífero, bermudas con botas de agua o la siempre socorrida indumentaria-cebolla, que gracias a la superposición de capas de prendas permite adaptarse a cualquier contingencia. Lo realmente inquietante es que no debe de faltar ya mucho para que alguien, rollo mutante de los x-men, desarrolle branquias y membranas interdigitales. Estamos a un paso de ser anfibios.
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