A veces puedo imaginar a José María Aznar en la torre de Isengard rumiando el mosqueo por aquel instante en que decidió escribir en su archifamoso cuaderno azul el nombre de Mariano Rajoy. Y el mosqueo le dura. A Rajoy le costó sacudirse la sombra de Aznar desde que le designara sucesor en 2003, pero seguramente lo hizo en aquel legendario congreso de Valencia de 2008 en que intentaron moverle la silla y en el que Aznar le dedicó un gélido apretón de manos. Dijo Rajoy en aquel cónclave sobre su relación con Aznar que era “muy buena, pero no intensa”, lo que seguramente traducido quería decir que era más bien mala y demasiado intensa. En todo este tiempo, ha parecido más bien que Aznar pensó que podría seguir jugando a la política a través de Rajoy, pero que su sucesor se le revolvió y le hizo a un lado. Y el culmen de esta relación -que ejemplifica a la perfección aquello de que los enemigos en política se sientan en tu misma bancada- llegó el martes, cuando Aznar no pudo seguramente contener su afán de protagonismo y se postuló para “reconstruir” el centro derecha español apenas unas horas después de que Rajoy anunciara su adiós. Elegancia. Rajoy le había lanzado un dardo preventivo a la mañana, al prometer lealtad a su sucesor. “Y a la orden es a la orden”.
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