Pues sí. No es plato de buen gusto. Y, sin embargo, parece que en esta sociedad en la que me ha tocado sobrevivir, nadie es nada sin antes haber cumplimentado mil y un trámites en otras tantas instituciones, todas ellas, escrupulosamente celosas de sus respectivos ordenamientos jurídicos y de su burocracia mareante. Verán, vivía yo plácidamente en mi pequeño mundo de fantasía, con unicornios de colores, hadas mágicas y duendes de lo más asombroso. Era una existencia sosegada y placentera en la que no existían mayores contratiempos más allá de los relacionados con las sobredosis de ocio y los excesos de la buena vida. Pero entonces, llegó la cruda realidad. De repente. Sin avisar. Y acto seguido comenzó mi peregrinaje de ventanilla en ventanilla, de teléfono de atención y ayuda en teléfono de atención y ayuda y de notaría en notaría mendigando impresos y formularios y exhibiendo justificantes de todo pelaje y condición. Han pasado meses desde que comenzó aquella romería oficinesca y, lo único en claro que he logrado sacar de semejante aventura es que, una vez iniciado el camino, éste amenaza con tomar el control de tu vida, al menos, hasta que tú dejas de estar en ella. Entonces será otro quien tome el testigo de esta tortura.