ya intuyen, seguramente, que me refiero a la choza de 600.000 euros que se ha comprado la pareja político-mediática que forman de un tiempo a esta parte Irene y Pablo. En Galapagar, a 40 kilómetros de Madrid para más señas. Después del aluvión de críticas vomitadas por la prensa derechona -la que pugna a toda costa por mantener incorrupto el chiringuito de la Transición-, oigo la defensa a ultranza de Pablo Echenique: “Ya sabemos que para algunos es igual de grave la Gürtel que uno de Podemos cruzando un semáforo en rojo”. Efectivamente, no dudo de que algo de eso hay con los ataques desaforados a los Iglesias-Montero. Pero de ahí a asumir sin más que la próxima llegada de mellizos justifique el cambio de vestir de Carrefour a Armani o de vivir en Vallecas a un chalé de lujo va un trecho. Que no digo yo que no puedan permitírselo e incluso que no se lo merezcan. Hasta podría aceptar como animal de compañía que se compran la nueva morada para vivir en ella “y no para especular como cuando De Guindos adquirió un ático en el barrio de Salamanca”. Pero no puedo evitar que, con esto del chalé, Pablo Iglesias me parezca ahora un poco menos rojo y un poco más casta. Tampoco sé, lo confieso, si eso es bueno o malo en sí mismo.