No lo puedo ocultar. Tanta exaltación de alavesidad me está empezando a corromper el ánimo. Y no. No quiero abjurar ni del santo meón ni de la santísima Estíbaliz, ambos dos, de lo mejor que puede exportar este territorio histórico junto a los vinos, las furgonetas Mercedes y las ruedas de Michelin. Tampoco voy a poner peros a las temporadas del Alavés ni del Baskonia ni voy a dejar de comer patatas, al parecer, sustento de motes y de platos. Lo que ocurre es que tanta acumulación de sentimientos patrios se me empieza a atravesar y parece que soy incapaz de digerirlos, al menos, así, de sopetón. Diríase que, llegado el momento de rebañar el tercer plato de caracoles ahogados en una de esas salsas en las que el tenedor se queda de pie, la sangre se me empieza a espesar más de lo debido. Y eso, tiene que salir por algún lado. En cualquier caso, entiendo que mis anomalías sensoriales son flor de un día y que el cuadro clínico mejorará en cuanto logre desembarazarme del plumas y de la bufanda y comience a ver el color del cielo que, según avanzan los últimos estudios realizados, sería azul. No obstante, bajo las sempiternas nubes y con el gorro calado hasta las orejas, los atisbos de felicidad y exaltación localista tendrán que esperar a mejor ocasión.