Al parecer los caracoles habían desarrollado una estrategia bien estructurada para rebelarse contra la situación. Sorprendentemente, no estaban en contra de ser el alimento principal de las celebraciones, sino que mantenían una posición de fuerza para abolir el exceso de recetas a la hora de llevarlos al encuentro con la parca. Querían ser cocinados y comidos iguales. En la vida como en la muerte, todos juntos. Los perretxikos, al parecer, no habían querido sumarse al conflicto al entender que sus verdaderos aliados en todo esto no eran los moluscos gasterópodos sino las Gallus gallus domesticus, es decir, las gallinas. Por lo de los huevos, vamos. Y mientras el dueño del bar nos contaba el sueño el otro lunes, los compañeros del cortado mañanero y yo teníamos los ojos como platos. Pero no por la pedrada evidente que da a entender la descrita pesadilla sino porque nuestro ya amigo ha hecho real la amenaza de ponernos todas las mañanas sobre la mesa un caldero rebosante de caracoles para ver quién tiene narices de meterse eso con el café. ¿Somos alaveses o qué? En lo que va de semana nadie se ha atrevido a meterle mano en horarios tempraneros, aunque nos consta que a media mañana, del perolo no quedan ni los restos. Todo sea por celebrar, hasta que llegue la revolución de los caracoles.