no digo yo que me dé pena el ocaso de Cristina Cifuentes. Bastante tenemos ya con nuestros problemas, que los tenemos, como para andar preocupándonos de lo que ocurre en Madrid. Sin embargo, les confieso que la hasta ahora presidenta me caía simpática, desde luego, me suscitaba mejores sensaciones que sus antecesores Alberto Ruiz Gallardón, Esperanza Aguirre e Ignacio González. Estoy seguro, además, de que cualquiera de ellos guarda en el cajón trapos mucho más sucios que un máster falso y un par de botes de crema. Bien mirado, la contribución de Cifuentes a la limpieza moral de la política puede resultar impresionante e impagable. El listón se ha bajado mucho, el umbral de la ética para presentes y futuros cargos públicos se ha fijado en unos límites -por bajos- hasta ahora desconocidos. Si engordar un currículum o intentar sisar 40 euros en una tienda son delitos suficientes para dimitir, qué no ocurrirá a partir de ahora con todos aquellos que roban millones de euros, utilizan el poder de sus cargos para enchufar a familiares o amigos, favorecen a empresas con fines propios, gestionan mal o dilapidan el dinero de todos... ¿Nada o casi nada? Son ustedes unos escépticos de tomo y lomo.
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