Cada vez que el calendario se acerca a estas fechas, el runrún festivo se instala en la boca de mi estómago como un incómodo hormigueo que amaga con crisparme las celebraciones. Sospecho que iniciar así este escrito puede llevar a malentendidos. Incluso, me atrevería a afirmar que habrá quien reconsidere la conveniencia de mantenerme puntualmente en un rincón tan deseado como éste por si mis desvaríos literarios derivan del consumo abusivo de determinadas sustancias, como los perretxikos o los caracoles. Pero nada más lejos de la realidad. Verán, con el paso de los años, mis obligaciones laborales se han convertido en un San Prudencio interruptus. Vamos, que sé del patrón y de su incontinente apelativo, de la romería en las campas de Armentia, de la tamborrada y de su réplica en miniatura, de la retreta y de las demás alavesadas por lo que me toca observar desde una redacción que, en un día de fiesta grande para la inmensa mayoría de la sociedad, se transforma en un amago de velatorio, con plañideras incluidas, en el que los susurros, rezos y letanías se suceden atropelladamente para dejar paso a cientos de páginas e imágenes del gentío disfrutando de los festejos como dictan todos los cánones festivos.