Sin duda, este país, Estado, realidad de realidades nacionales o como se les ocurra definir al pedazo de tierra que discurre entre los Pirineos y África, es diferente. Y de qué manera. Diríase que, con el paso de los años, y la normalización de las actuales prácticas y realidades políticas, a la conocida como piel de toro se la han dejado ajar olvidada a la intemperie de los acontecimientos más chuscos. A poco que un observador externo se aposente sobre el risco más alto de la península patria con el ánimo de otear qué es lo que se cuece en el reino de los Borbones, se dará cuenta de que las diferencias con la Europa estandarizada hacen trizas cualquier ánimo uniformizador. Y no precisamente por la vigencia de los estereotipos más folcklóricos, que también, sino por la incidencia y reincidencia de los mismos en su apuesta por rememorar formas y tendencias de lo más casposas. Imaginen sólo por un momento que el espectador del risco decide bajar de su cima para comprobar in situ cómo funciona esta tierra y se pone a rebuscar un poco sobre la superficie aparentemente lacada de esa modernidad propia del occidente más liberal. ¿Qué encontraría? Mucho me temo que se caería de culo del susto. En fin, será mejor no tentar a la suerte.
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