A decir verdad, hay días en los que es mejor no plantearse muchos alardes. Si se hace, uno corre el riesgo de caer en la trampa de la fanfarronería propia y de tener que recular a posteriori para minimizar los estragos provocados por un pavoneo mal calculado. Escribo esto porque recién llegado del acueducto semanasantero aún me resuenan los oídos por lo escuchado en una conversación de barra de bar trufada de envalentonamientos. Todo sucedió en la víspera del vía crucis que acostumbra a ser el regreso a los quehaceres cotidianos. Los protagonistas de los envites a mayor hacían referencia al célere discurrir de sus vehículos, al parecer, auténticos rayos sin parangón a la hora de devorar kilometraje. Cada cual defendía su ruta para restar minutos a la operación retorno y, por los oído, daban a entender que conocían las leyes físicas que rigen los agujeros negros, en los que el espacio y el tiempo acostumbran a ser etéreos y por los que, al parecer, sus autos se desplazaban como una estrella fugaz. Y yo, allí, acodado como ellos en el mismo dispensador etílico, rezaba para que las retenciones en la autopista no fueran demasiado dolorosas. Supongo que, al final, en este negociado de juntar letras, uno se acostumbra a convivir con la realidad.