Respecto a todo lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Catalunya es difícil, a estas alturas, predecir lo que ocurrirá más allá de la próxima hora y decir algo que ya no se haya dicho. La espiral político-judicial del procés y del contraprocés ha transitado por todos los terrenos, incluso el burlesco. La vertiginosa sucesión de acontecimientos desencadenada desde el anuncio de Jordi Sànchez de renuncia a su escaño -el plan C de Jordi Turull, la citación del juez del Tribunal Supremo para dictar auto de procesamiento, la convocatoria exprés del pleno de investidura, la confirmación del bloqueo de la CUP negándose a entrar en la operación de JxCat y ERC y, la investidura fallida en primera ronda para llegar a la jornada de ayer en el Supremo- deja, entre otros sentimientos, la desazón del durísimo deterioro al que están siendo sometidas las instituciones. Desde el no sé si pretendido pero sí recreado esprint que ha parecido protagonizar el Tribunal Supremo para adelantarse a la eventual investidura de Turull, a un Parlament al albur de ingenierías, ocurrencias y vetos, a un Reglamento parlamentario que difícilmente puede prever lo imprevisible, a un Govern intervenido por el Estado bajo el 155 desde hace cinco meses, a una actividad política absolutamente judicializada. Y quizá nunca la política fue más necesaria.
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